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DIARIO DE SEVILLA 24 NOV 1996
M. MONEDERO, TESTIMONIO DE UNA ÉPOCA
-Admiramos las empresas que nos descubren cosas que ignorábamos. Así ha sido desde hace algún tiempo. Yo admiro la pintura y procuro conocer de cerca la vida de los pintores, sus pensamientos y sus confusiones. Como mi trabajo se desarrolla a su alrededor he creído oportuno proponer el nombre de uno de los grandes maestros de la pintura sevillana, que trabaja y vive en Sevilla y uno de los pintores más enigmáticos y misteriosos con que cuenta el arte contemporáneo español, Manuel Monedero. Su nombre, ha permanecido bastante desenganchado de ese tren renqueante de nuestro arte plástico, ese tren de acelerones y frenazos, con efusiones y tibiezas. He oído a veces –en este circulo manipulado del arte—qué hace Monedero, por donde va su arte, que rutas han seguido y hacia donde dirige sus pasos...”Mi angustia es la mía y la de mi prójimo”, comentó en cierta ocasión.  El hombre de hoy asoma su rostro crispado por el cuadro para gritar su inquietud, su miedo, su esperanza. Esa es la pintura de Monedero. Ese grito angustiado que vibra, más o menos estridente, en una gran parte de la pintura de hoy, es lo que le confiere una especie de nuevo romanticismo, de humanidad dolorosa y dolorida y en algunos casos una desgarradora y escalofriante “terribilitá”.  Por raza por temperamento, porque toda su pintura trasciende, porque ha conservado intacta esa dignidad orgullosa que es característica hispana, Monedero es distinto. Evidentemente, la obra y la vida de un artista están estrechamente ligada, tanto diría yo, que no podríamos hablar de una, disociándola de la otra. En este caso concreto, fue la ausencia, el no aparecer por el mundillo artístico sevillano, el no mostrarse públicamente en su ciudad lo que actuaron poderosamente para que Manuel Monedero se encontrara a sí mismo. O se perdiera sin remisión, que también es una forma de salvarse, según se mire. Al apremio de galerías y a la expectación de los coleccionistas opone, no una fría resistencia, pero sí un tratamiento poco alentador. Ahora bien, cuando se decide a aceptar algo, coopera de la manera más eficaz, más clara y más aplicada. También, hay quien conoce de Monedero sobre todo una veta cordial y simpática, fraterna y generosa de solidaridad fiel y, a veces, de fino humor. Hay quien le busca y se queja de topar siempre con una reticencia cortes y amable cuanto firme e inquebrantable. Los que discuten con el de pintura, de literatura o de cualquier otro tema y han oído el rasgueo de su voz baja y pausada, el timbre grave de su voz entonada, a lo mejor saben muy poco de sus conocimientos y de su manera de ser y hacer. No, no es fácil ver al hombre Monedero por entero, el claroscuro de su vida aparece con claridades límpidas y con veladuras indefinibles. Según se presente el escorzo, las facetas pueden no ser concordantes. Paulatinamente, cuanto más se ensancha en torno la órbita humana y profesional, más Monedero se recentra en sí mismo; cuanto más su nombre suena, más él hace el silencio. No poco trabajo le ha costado defenderse del acoso terrible y temible de la cordialidad, conteniendo la lógica fuerza de expansión para concentrarse intensamente en pintar, que es lo suyo. Si el contorno del amigo pudiera aparecer desdibujado según la luz con que lo veamos, algo neto y preciso se concreta sin la menor sombra de duda: Manuel Monedero es de los artistas que cuentan y quedarán de esta época confusa, desmesurada y amanerada. “En mi color—dijo el artista en cierta ocasión—hay drama, furia, fuego. Puede ser sutil o duro, tenso o de insólita crudeza. Son las variantes del denominador, los contrastes posibles cuando se maneja el idioma, cuando se contorsionan los signos, cuando se erosiona con una plasticidad de ideas fijas”. Falta en este gran maestro una revisión de su vida y de su obra. Es necesario eliminar tópicos y ver las cosas con la perspectiva que empieza a ser posible. Incluso ese epidémico calificativo de pintor “terrible” precisa una revisión. Aquí, en estas notas de simple espectador quiero tan sólo dejar sin mancha mi disconformidad al tópico. Su manera de pintar, que muchos “entendidos” tachan de “vista” y clasicista--¿acaso no fue un clásico Picasso?--, no indica que el maestro sevillano deba ser encasillado entre los “intranscendentes”. Eso sería una auténtica barbaridad. ¿Qué es lo que siempre procura dejar en la tela, en el papel? “Mi energía, mi energía interior—decía el artista. No me interesan las escuelas, los grupos pictóricos. Sólo lo anónimo, lo que brota del pueblo. Doy lo que recojo, lo que observo. Conscientemente yo no hago efectismo de ningún tipo, vamos. Yo no pinto cuadros, yo no hago cuadros. Si doy una impresión determinada de mi obra, es la impresión que como persona debo dar. Allá cada cual con sus interpretaciones. Tampoco hay deseo de imponer una estética. Yo nunca impondré nada. Yo no intento nada, ser nada, resultar nada. Lo único que intento es ser sincero conmigo mismo y nada más”. Nunca hubo titubeos en el quehacer de Manuel Monedero, ni reniegos flagrantes, un innato sabor exigente consigo mismo, un escrúpulo de bien hacer le inmuniza contra toda facilidad y le obliga a estar apercibido para asimilar y decantar sin sucumbir a influjos exteriores. Me parece a mí que la obra de Monedero no es mercancía especulativa aunque, naturalmente, sea su firma garantía cotizable, quiero decir que es pintura que se compra por gusto, por auténtico deseo de poseerla y vivir con ella. Desconfiemos, por tanto, de las “obras de arte” y de las firmas que salen constantemente en “subastas” y transacciones, las alzas disparatadas que a veces alcanzan no son en absoluto índice de su valor, reflejan sólo las maniobras dirigidas de la especulación o los variables caprichos del esnobismo, a menudo ambas cosas a la vez, que suelen ir unidas. Lenguaje único, personal... Con el signo llameante de un Goya moderno, la pintura de Monedero nos precipita en un torbellino de relámpagos cegadores, chispa, centellas, como una luz que narrar el peregrinaje de los romeros del mundo. Es la fuerza que irrumpe del gesto, que desgaja, abre los párpados tenebrosos de una humanidad humillada y confundida, arrastrando tras de sí el eterno dolor como culpa ancestral. Monedero opta por el arte como lugar de elección, divinamente profético, y desde allí lanza sus dardos de fuego de su ira suprema, decide el desenlace de un drama fantástico, legendario, ensordecedor como la muchedumbre de los ángeles en el mítico día. Es una pintura que tiene sin duda la fuerza cósmica de un Romero Ressendi—su amigo y compañero--, y el rigor ascético de un Solana. Un denso perfume de sueño nace de un fuerte sentir y de pasiones vividas con la intensidad de la mirada, de un gesto que brota cada vez que nos alcanza un movimiento telúrico... Monedero cree en la pintura como Calderón en los sueños, como Don Quijote en su misión justiciera, como Ressendi en su “Locutorio de San Bernardo”. Es el alma, fuerte y apremiante, de aquella España, tan viva con su cruz de dolor y de pecado...“Todo mi trabajo lo he hecho bajo el signo de la preocupación, de intentar iluminarme yo mismo y procurar ayudar a los que contemplan mi obra, que provoque una chispa que también, les despierte una determinada luz”.
 
R. Muñoz
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