top of page
EL CORREO DE ANDALUCIA 02/03/94
 
                         EXUBERANCIA BARROCA
-Con el signo llameante de un Goya moderno, la pintura de Monedero nos precipita en un torbellino de relámpagos, cegadores, chispas y centellas, de repentinos clamores de alboradas. Es la fuerza de un gesto que irrumpe, desgaja, abre los párpados tenebrosos de una humanidad humillada y confundida, arrastrando tras de sí el eterno dolor como culpa ancestral. Monedero siempre optó por el arte como lugar de elección divinamente profético, y desde allí lanza los dardos de fuego de su ira suprema, decide el desenlace de un drama fantástico, legendario, ensordecedor como la muchedumbre de los Ángeles en el mítico día. La pintura de este maestro tiene la fuerza cósmica de Goya y el rigor ascético de Velásquez, los artificios mágicos y espeluznante de Romero Ressendi u el dramatismo de un Ribera. Monedero es una tormenta que flagela, agita y despiertas el profundo sentido de una tradición secular constituida por miles de referencias, asperezas, arrebatos de orgullo, horrores y masacres. Su tierra española en Sevilla, reflejada y sometida en un momento lóbrego y hosco, en que las culpas del mundo se quebrantan detrás de una cruz –no precisamente de Tapies--, de un suplicio, de una efigie erigida como símbolo nuevo. Es un lenguaje único y extraordinario el que se descubre recorriendo las huellas de un camino tortuoso, evocado de fantasmas y sombras de gigantes sumergidos, de obtusos colosos cono extrañas semblanzas de hombres verdaderos. Su arte vuelca y renueva, virando con un vuelo frenético, el diseño de un espacio moderno encerrado en la más negra de las conciencias, en la más áspera y solitaria, mas agria y desdeñosa conciencia que se haya jamás visto en la pintura de nuestros días. No hay en Sevilla pintura tan fuerte, en años no ha existido otra y el encuentro con ella proporciona y un sentimiento de captura y de estupor. Sus telas atrapan, atacan, se retuercen contra el objeto con la pasión de un torneo, de duelo con arma blanca. Se yerguen, y recaen, los signos de un espacio del dolor como grumos espesos, como chorros calientes de sangre poderosa, centelleo de lanzas victoriosas, fragor de batallas y desafíos bajo cielos ardidos y desesperados. Un denso perfume de sueño nace de un fuerte sentir y de pasiones vividas con la intensidad de una mirada, de gesto que rebrota cada vez que nos alcanza un movimiento telúrico. La pintura de Monedero es la proposición del doble a un alma que alcanza su cumbre expresiva, su emotividad máxima allá donde los demás han dejado las huellas, los signos, las llagas del propio martirio. Sus materias hinchadas y suelta la pincelada, espesas y obsesivas como desiertos de fuego, marcan con profunda fuerza de carácter el sentido de senderos ya vividos y no por ello agotados. En el espacio profundo de la oscuridad, de la tiniebla de un recuerdo que sólo así se deja investigar, sopesar.La exuberancia barroca cede ante la violencia del gesto desesperado de una cotidianidad física y marcada, de un hallarse por encima de la propia persona o del propio tiempo.Se puede pertenecer al propio tiempo incluso renegándolo, y lo que hoy nos parece moneda corriente, a la historia “le sonará como falsa moneda”, Monedero comprende el riesgo de tamaña aventura y emplea tan solo lo indispensable para sobrevivir. Su gestualismo, su hacer materia no reniega ni añora las temporadas del arte reciente, y sobre él incumbe la sombra oscura y amenazadora de Ressendi, dulce el canto de una sirena: ¡Es tan fácil sucumbir!
Rafael Muñoz

EFE/ JUNIO 1994

 

-En el verano caluroso de 1994, recluido en mi casa, he sentido el  placer de actualizar la contemplación de la pintura de Manuel Monedero, repasando catálogos y pinturas directamente, del natural, mediante una luz intensa, advirtiendo la sensación de adentrarme en el ambiente de una catedral gótica, recibiendo  la claridad del día a través de vidrieras polícromas. Como en la catedral de Sevilla, la pintura expresionista de Monedero me sumía en un  mundo teológico cuyo misterio intenta penetrar la intuición del artista.

Hay, en esta pintura transparente, aún cuando esté expresada con matices a veces desgarrados, un recuerdo del que es no solamente el más santo, sino el más bello de los libros que han escrito los hombres a través de los milenios: La Biblia.

Para expresar estas cosas era precisa una técnica suntuosa y sabia como la de los vidrieros de las catedrales o la de los esmaltadores de Limoges. Con tenacidad aragonesa el pintor ha buscado el secreto de la pincelada velazqueña, suelta y puesta cada una en su sitio. Nada más. Monedero se asemeja al artesano—maestro que laboró en el siglo XVII sevillano. Como aquel, ha recorrido un largo camino desentrañando los secretos del oficio para llegar a conseguir su obra maestra, su sueño, demostrando, una vez más que la clave de las más felices realizaciones, la consecución de las metas más difíciles, estriba en unos principios básicos y elementales: un gran amor al oficio, idealizándolo; respeto  profundo a la materia, sabiendo que esta es fundamento y vida en toda obra; y una voluntad de hierro para perseverar en la ruta trazada de antemano, venciendo el desaliento, avanzando siempre con FIRMEZA y esa SEGURIDAD que puede dar la fe y la propia CONFIANZA.

Monedero ha conjugado estos tres principios admirablemente: la fuerza de su ideal, el arte pictórico, le han permitido abandonar ese mundo tan peligroso que es lo comercia y que, sin duda, podría haber resultado mucho más rentable; su respeto a la materia ha sido tal que, no contento con perfeccionarse en el dominio de las técnicas ya conocidas, con la seguridad intima de poder superar su limitación, se impuso una meta mas alta, más ardua, más hermosa, cual era el descubrir los secretos de su propia personalidad.

Pertenece Monedero a ese grupo de pintores españoles preocupados por conseguir una pintura normal, discreta, inteligible, con recursos plásticos consecuentes con la depuración llevada a cabo por los “ismos”. Cree nuestro artista que un lienzo no es un escenario, pero que a la hora de entenderlo como una mágica superficie plana donde el color se agrupa particularmente, trata de presentárnoslo como un mundo donde los valores viven y se armonizan, evidenciando los caudales vivos y sirviéndonos para que caminemos en su contemplación hacia la plenitud. Manuel Monedero llama al espectador de sus cuadros a la comprensión de un clima en el que todo se enaltece por la melancólica, lírica y desgarrada entrega del pintor. En la muestra que el maestro nos prepara lentamente para una próxima exposición sevillana el artista quiere ponernos en contacto con es agregación que él ha efectuado de sus valores humanos, a unos determinados valores reales. Calladamente. Silenciosamente. Armonizando la acritud de sus materiales vivos con la ternura sensible y como dejada que envuelve en todo instante la obra de este pintor.

Monedero llega a nuestra vida artística parea todo lo contrario que para acreditar un virtuosismo escenográfico, o preocupado por hacer ver una magia expresiva, conseguida a base de abstractas depuraciones plásticas.

 

 

He aquí un pintor que es lo mismo que decir he aquí un modo personal de hacer pintura. En el panorama sevillano y español del arte actual, tan lleno de aventuras, este maestro ha surgido para darnos ese temblorcillo que lleva consigo toda sorpresa. Es posible que el primer asombrado de cuanto realiza sea el propio pintor; con ello demostrará también que su alma está dotada de esa rara región de las nostalgias, que tan necesaria es en los grandes artistas.

Sevillano de nacimiento, y ajeno a toda escuela, recuerdan sus lienzos a algunos y a ninguno. De “visu”, nos dicen algunos de sus cuadros que en el espíritu de Monedero hay complacencias de maestros conocidos, pero, si meditamos bien, nos convenceremos del sentido original del artista. Demasiadas sugerencias invalidan la imitación y el plagio.

En algún momento parecen decirnos esas figuras burlonas que hubo una escuela Sevillana  donde Velásquez y Ressendi fueron ápice y bandera; en otros las máscaras y los monstruos añoran a don Francisco de Goya o traen a nuestra mente intenciones de Lucas o de Solana, pero siempre tiene lo pintado por Monedero un sello tan personal y tan propio que los matices dan aroma y poesía a cuanto ejecuta. Monedero ha conseguido, mal que le pese a muchos, nuevamente el milagro. Solo esto nos haría saludarle con entusiasmo. Y basta que estas líneas son presentación y no comentario. Para éste habrá tiempo y razones. Yo cumplo ahora, y muy gustoso, haciendo de padrino de una exposición próxima en la ciudad que le vio nacer.

Vino viejo en odres nuevos, tradición rectamente engarabitada en nuestro siglo, colores personales festejando la frescura de la nueva pintura Sevillana, temática eterna y reciente. Vigor, empuje y sabiduría. Blancos, ocres, grises, rojos y verdes pasmosos, todos en su sitio, pasta sabrosa y turgente de pintor repleto de oficio. Tierras, gentes y cosas vistas por un hombre sensible.

Quien haya seguido de cerca de este buscador de calidades que es Manuel Monedero, podrá haber experimentado algo de eso que podría ser la lección indeclinable, preciosa y primera para comprender todo arte verdadero. El triunfo de este gran pintor es el triunfo de una pintura de profunda tradición española, llena de ansias de libertad. Es el triunfo de una pintura ascendente que es obra permanente, enraizada en nuestra hora actual. Es el triunfo de un artista, hoy dueño absoluto de su arte.

R. Muñoz
 
 

EUROPA PRESS/ ABC —JULIO--1994

 

-Decir algo sobre Manuel Monedero, aparte su poderosa personalidad artística, es codearse un poco con lo suprafísico. Es algo así como enfrentarse con las esferas más altas de la humana perfectibilidad. Porque Monedero es hombre; mejor, es humanidad. Nuestro artista siente fe ante lo que crea, y todo él es fe ante la Creación. Cuando se oye decir que hubo hombres que perdieron la fe observando el color rojo de las rosas, y otros que la encontraron mirando los rosetones coloreados de una catedral, no se encuentran en ellos más que sobras incoherentes de humanidad. La verdadera humanidad late, precisamente, en estos espíritus que, como el de Monedero, hacen de su fe trasunto de la creación, y de su creación un vínculo poderoso y  recio de su fe en la humanidad.

Por eso pinta “del lado del hombre”. Y la luz y los colores son para él tanto como las formas, y las formas tanto como las ideas. Son la conjugación de un todo en armonía constante con las ideas de su alma.

El espíritu sevillano, una de las gracias más considerables de la diversidad española, resuena en su pintura como las causas, en vez de cómo en los ecos. Monedero pertenece a la Sevilla auténtica, realidad a la que siempre seremos deudores los que soñamos una España verdadera. Brilla así en su plano como los Machado y los Bécquer en los suyos. Vive en Sevilla idealizándola, quintaesenciándola en su pintura; dando con mesura y con sensibilidad portentosa su magia buida y su caudalosa vibración.

La voluntad de estilo de Monedero no se confunde con el “estilismo” más o menos deplorable de los que no sienten ni padecen. Nada tan noble como la sencillez expresiva de vuelta en la obra mejor del artista. Pintar—o escribir—no es explorar un tema, sino acreditarlo. Admiro y quiero a este pintor por enemigo de lo fácil, por la dimensión de su encariñamiento, por la categoría a que llegó viviendo y pintando.

 

 

LA PINTURA

 

-En la pintura de M. Monedero el desbordamiento lírico se encuentra siempre dominado por la reflexión, el conjunto se nos presenta como un arte violento, a veces dramático, de una gran originalidad. Es la expresión de una auténtica sinceridad al servicio de una profesión confirmada, cuyo universo exacerbado oculta un artista de alma tierna y apasionada.

Los cuadros de nuestro pintor no son de los que se captan a primera vista. Para penetrar en su espíritu es necesario interrogarlos largamente. El apasionamiento por su áspero misterio y la grandeza monumental que  de ellos se desprende sólo pueden llegarnos poco a poco. Una impresión de gravedad, y patetismo humano, rayando en el misticismo, dominan su obra. Para Monedero, crear  no es un acto intrascendente, engendra sus cuadros en la dificultad, mantenido por una fe  inquebrantable. No se encierra en un esteticismo ocasional, sino que sigue con obstinación su instinto y sus convicciones; percibe visualmente las imágenes que luego recreará en la calma de su estudio; se mantiene cerca de la realidad, pero no  la imita; el mundo no representa para él  una imagen ideal y el artista debe reencarnarlo, darle otra consistencia, un rostro nuevo, el suyo.

Monedero capta las realidades sensibles y cambiantes del espacio humano,  lejos de los esteticismos de moda. Pinta la traducción que su espíritu concentrado hace de lo que ven sus ojos, por un caudal de fuerzas espontáneas. Los conjuntos a que da vida se benefician del mismo tratamiento, ya sean naturalezas muertas o figuras; estas últimas están impregnadas de un aliento épico, atormentadas. Sus deformaciones, cada vez más audaces, son el resultado de una investigación psicológica torturada, pero nunca caricaturescas. Todas bajo el signo del rigor. Monedero suprime, en primer lugar, el velo superficial del mundo visible, para recrear luego el tema que ha elegido: contrasta los valores, lleva el color al paroxismo y marca los planos y las caras delimitándolos con un trazo simplificado, anguloso, de fuerte intensidad rítmica.

Todo en Monedero aparece decantado, sintetizado por un espíritu de lógica implacable. La imagen que nos propone del mundo puede parecernos caduca, brutal y, sin embargo, oculta mucha humanidad y ternura; refleja un alma noble que ha sabido guardarse de semblantes falsos y conservar su integridad. La etiqueta de expresionista es insuficiente para definir la evolución del artista, solo sirve para incluirlo ene una “familia de temperamentos apasionados por la libertad”. Esta libertad de la que él ha hecho el mejor uso para crear una obra rica cuya innegable calidad parece destinada a alcanzar las más altas cotas.

Pintura de gran calidad, no comercial para el gran público de nuestra época, acostumbrado a saborear nada más que lo que las modas le ponen en bandeja. La obra de Monedero exige un gran esfuerzo de percepción que limita el numero de personas que gusten de su pintura a un corto grupo de iniciados, fundamentalmente algunos críticos, directores de galerías y pintores.

Extraordinario hombre, extraordinario amigo y extraordinario pintor, siempre recordaré a Monedero con el gran afecto que su amistad y su ejemplo de vida merecieron. Su vocación de pintor ha sido una de las más auténticas que he conocido y su obra—a la que algún día se hará toda la justicia que merece—acreedora de los máximos elogios por su fuerza y su personalidad.

R. Muñoz

 

bottom of page