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                                         Mis conversaciones con Monedero 

​

Es Manuel Monedero, sin discusión ninguna, uno de los pintores vivos más interesantes del realismo español contemporáneo. La suya es una pintura que no admite la indiferencia, e incluye en sí el vértigo, la frontera, la encarnadura de alguien que ve pasar la vida con ese escepticismo trágico que sólo le es dado padecer a unos pocos. En él se da cita lo mejor de la tradición pictórica sevillana y española, pero también lo mejor de sus intuiciones. Como Mallarmé dijera de su discípulo Valery, el suyo no es un pensamiento, sino una manera de pensar. Una ventana, la suya, a la jondura. Su obra se halla en importantes colecciones de Europa y América. La última de sus magnas y sobrecogedoras exposiciones tuvo lugar en Sevilla (1993) y constituyó un merecido homenaje para una obra valiosa como pocas. Antes había expuesto en numerosas ocasiones en galerías tan prestigiosas como la Dickson Gallery de Washington, la Gorline Gallery de New York, o las madrileñas Heller o Cano, por citar sólo algunas.

 

Manuel Monedero es en lo íntimo un personaje ensimismado aunque no por ello deja entrever una amabilidad extrema y una conversación fluida y amena, trufada de anécdotas hilarantes y juicios de difícil discusión. En su rostro, flanqueado por la blancura de su barba y de su pelo, encontramos una gravedad antigua y noble, muy romana, con unos ojos que ven mucho más de lo que observan y que no obstante denotan una serenidad reconcentrada y afable. A Manuel Monedero, pintor pasional y generoso, amigo y hermano en el desvelo, no le gusta hablar de pintura y no es fácil retenerlo en el tema, pero cuando lo hace no puede ocultar su entusiasmo y su profundísimo conocimiento de un arte que para él, que ha renunciado a todo, es sinónimo de vida.

Nos recibe junto a María Luisa, que asiste en silencio a nuestra conversación, en su casón de Carbonera, una especie de castillo interior de paredes recias que no consiguen ocultar una vida pasada industriosa y bullidora. Desde su actual recogimiento nos observan los habitantes de unos cuadros que ya, desde mi primera visita a la casa, hace casi quince años, se han convertido en mis cómplices.

 

 

-Hábleme en primer lugar de la casa y del ambiente donde nació.

-Nosotros vivíamos en un piso sevillano interior sin ventanas a la calle, de forma que mi vida se acomodó a aquel espacio y prácticamente no salía si no era para ir al colegio. Los compañeros del colegio eran niños de clase pudiente y ante ellos me sentía un poco abrumado, cohibido, así que no terminaba de encontrar mi sitio. En casa jugaba con los primos de mi edad porque con mis hermanos existían unas diferencias de edad bastante grandes entonces.

 

 

-¿Por qué, cómo surge en usted la pintura? ¿Guarda alguna noción de ese momento?

-No lo va a creer, pero en principio yo quise ser simplemente ilustrador, es decir, representar mediante el dibujo cosas que imaginaba o que un escritor hubiese imaginado. Igual, lo de ser pintor se me aparecía demasiado grande. Como puede imaginar tanto la profesión como la apreciación social del pintor han cambiado mucho desde que yo era un niño hasta ahora. Mi primera vocación fue la de ilustrador, pero, claro, ser ilustrador es difícil si no cuentas con el entorno adecuado. Aparece siempre condicionada por aspectos ajenos a uno mismo, de forma que raramente es una opción individual. Depende, claro, de encargos específicos y es evidente que si no existen estos encargos específicos muy raramente el ilustrador puede salir adelante... No se puede empezar a ilustrar por las buenas, porque es muy ingrato y difícil trabajar en el vacío, sabiendo que no va a ver la luz. ¿Qué sentido tiene que hagas una serie de dibujos si luego se quedan en el cajón? ¿A quién puede servirle?... Si no hay un editor interesado el trabajo no obtiene ninguna significa­ción... y eso es duro.

En definitiva, lo que quiero decir es que me considero un ilustrador fracasado, aunque no me puedo quejar en absoluto. He tenido la suerte de ganarme la vida medianamente bien en la pintura, y eso, como puede figurarse, es el mayor orgullo de cualquier pintor, y más teniendo en cuenta que no he tratado de ser un pintor condescendiente.

 

 

-En cualquier caso, Manuel, la pintura y la ilustración no son disciplinas tan distintas, y entre ellas ha existido siempre una buena relación de vecindad.

-No existen grandes diferencias entre las dos, pero lo que yo quisiera expresar es que es muy difícil vivir exclusivamente de la ilustración. En pintura siempre puedes hacer algo que le interese a una determi­nada persona. Si esa pintura tiene su lector, su cliente, entonces al menos has visto justificada tus horas de trabajo. No hablo aquí de la inmensa recompensa que es la comunicación, el saber que alguien ha encontrado algo en lo que has hecho. Para quienes hemos tratado de hacer pintura seria, una pintura con un trasfondo tanto estético como ético, el saber que alguien puede valorar ambos aspectos es muy, muy gratificante. Y luego algo que se menosprecia con frecuencia: Hay que comer.

 

 

-¿Pero cuando empezó a pintar también pensaba en eso?

-No, no, no... Cuando empecé a pintar, obviamente, sólo pensaba en pintar, en descubrir los recovecos de la pintura.

 

 

-¿Cómo le vino, pues, la vocación de ilustrador, Manuel?

-Es difícil precisarlo con exactitud. Desde luego no creo que fuese por simple revelación espontánea. Las cuestiones de la sensibilidad se van cultivando desde muy pequeños, hasta que un día se hacen perceptibles, pero puede que esto lo vean otros con más claridad y antes que uno mismo. En principio, cuando yo era niño aún, mi padre tenía colgada en casa -piensa que éramos una familia muy modesta y no había dinero para cuadros- varias ilustraciones de dibujantes extranjeros, sobre todo ingleses. La escuela inglesa ha dado siempre muy, muy buenos ilustradores, no extraordinariamente originales ni revolucionarios formalmente, pero hay que reconocerles que han sabido adaptarse muy bien a esta faceta del arte.

 

 

-Al menos han sabido ser bastante fieles tanto al texto, como al espíritu de la obra.

-Pues bien, tenía mi padre una lámina que a mí, de niño, me impresionaba mucho. Se trataba de una reproducción de un autor ruso llamado Ilia Repin, en la que todo quedaba descrito con mucho realismo, muy abigarrado todo y muy a flor de piel: algo así como la rebelión de los cosacos contra el zar. A mí aquel dibujo me fascinaba, podía estar contemplándola durante... años. Bueno, pues yo quería hacer algo como eso, representar mediante el dibujo todo aquello que imaginaba, ese mundo fabuloso que se abría delante de mí en aquellas láminas. La pintura era, quizás el camino más adecuado, si no el único, para garantizarse una mediana subsistencia en aquellos tiempos donde el arte, frente a los problemas diarios de la comida, del trabajo, de la higiene... pasaba a un ultimísimo plano. Pero, bueno, lo que yo quería verdaderamente era ser un ilustrador como aquellos. Más tarde, el contacto con el óleo y otras técnicas determinó mi vocación torrencial hacia la pintura.

 

 

-¿Qué supone entonces el óleo en esa evolución?

-El óleo fue una sensación muy violenta. Desde que hice mis primeras aproximaciones ya me sentí atraído e incluso atrapado por la materia. El óleo exigía otra forma de trabajar, una nueva y fascinante relación con la materia.­ Pero, claro, eso fue más tarde: en principio no había otra cosa que el lápiz y la pluma. Lápiz y pluma. Hoy cualquier muchacho puede empezar directamente con el óleo o la acuarela. Entonces la cosa era más cruda y, en cierto sentido, más lógica. El buen pintor sale siempre del buen dibujante, eso es algo que yo siempre he tenido muy inculcado, pero que no responde exactamente a la realidad de hoy, donde uno puede encontrarse con demasiados pintores que no tienen una noción básica del dibujo. Mi siguiente paso, con la vocación ya dentro, era empezar a estudiar, para desarrollar conocimiento y técnica, que son dos cosas bien diferentes aunque a veces se confundan. Más tarde, con la madurez, vendría la aspiración de tener una visión y un pulso propios. Pero, ya digo, eso es adelantar acontecimientos. Lo primero era ponerse a estudiar pintura. Claro que, como por entonces estaba trabajando, no disponía de mucho tiempo para estudiar. Pero, bueno, también aquellas primeras dificultades tenían algo de estímulo.

 

 

-¿Dónde trabajaba entonces?

-En una compañía de seguros, concretamente en la Previsión Española, que estaba situada en la calle Orfila, donde me colocaron de favor, de la forma en que entonces se colocaban a los hijos de las familias a las que les sucedía algo tan espantoso como nos sucedió a nosotros con la muerte en accidente de mi padre. De buenas a primeras pasamos de ser una familia sin demasiadas preocupaciones económicas a quedarnos en una situación deplorable. Entonces las cosas eran más que complicadas, trágicas, pero al menos no existían estos problemas para encontrar trabajo de hoy día.

 

 

-¿Con qué edad se queda huérfano?

-Con once años. Mi padre tuvo un accidente de automóvil cuando volvía de su trabajo y nos dejó en una situación dificilísima. Él trabajaba para una empresa constructora de ámbito local por aquellos tiempos, que era Entrecana­les y Tavora. Tras su muerte, como éramos todavía muy pequeños, mi madre nos puso a estudiar con matrículas gratuitas pero en cuanto cumplíamos una edad para poder trabajar, no tuvo otro remedio que colocarme como a los demás. En mi caso fue en esta compañía de seguros, donde trabajé de chupatintas. Puede imaginar que aquello fue para mí horroroso, después de las expectativas imaginarias en que yo había puesto en mi vida. Entonces era joven y el gusanillo del dibujo y de la pintura me comían por dentro, así que aprovechaba todo el tiempo que el trabajo me dejaba libre para pintar y emborronar cientos y cientos de papeles. Puede imaginar el sacrificio que suponía todo aquello.

 

 

-Y sobre todo a esa edad...

-Obviamente, pues a esa edad lo normal es que se tengan ganas de jugar y distraerse, de salir, de echarse novia... Pero yo aprovechaba todos los ratos libres, incluso los del almuerzo. Mire, hasta los espacios para las comidas los aprovechaba al límite. Iba corriendo a casa y comía rápidamente para ponerme a dibujar como un auténtico poseso. Así, uno y otro día.

 

 

-¿Dónde vivía entonces, Manuel?

-Entonces vivía en la Alameda de Hércules, en el número 3 de la Plaza de La Europa...

 

 

-Sé cuál es. He frecuentado ese barrio en mis años sevillanos. Es un barrio con una vida muy personal, muy propia.­

-Cuando yo me criaba, la Alameda de Hércules era un barrio en el que gran parte de las casas, pertenecía a gente de mala vida... prostíbulos, cafetines, cabarés... En fin, allí, en la misma plaza se encontraba entonces la ya mítica Casa de las Siete Puertas.

 

 

-En realidad el ambiente ha cambiado poco, porque...

-Pues fíjese, cuando yo era pequeño todavía era peor que hoy. Me consta que ahora existe un plan de rehabilitación del barrio.

 

 

-Que consistirá, como siempre, en una reconversión burguesa de aquel espacio.

-Es muy probable. Por entonces La Alameda estaba plagada de burdeles, tablaos flamencos y todo tipo de negocios de dudosa reputación. El barrio donde uno se ha criado, quiera que no, condiciona la mirada de uno... En fin... A mí siempre me ha molestado la vulgaridad, el adocenamiento y me he llegado a sentir una especie de intruso en mi propio barrio. Mi perspectiva ha cambiado, pero entonces aquel ambiente me chocaba un poco. Mi familia era una familia modesta, sin grandes ínfulas, pero en ella existía un ambiente que, salvo excepciones, poco tenía que ver con el que se respiraba en la plaza aquella. Nosotros éramos unos intrusos en medio del trasiego. Yo apenas salía a la calle. Prefería refugiarme en casa, envolverme en mi propio mundo. No, aquel ambiente no me gustaba, pero de alguna forma tuvo que marcarme, aunque sólo fuera porque me hizo descubrir ese mundo interior riquísimo e inagotable de la fantasía, de las lecturas, de la imaginación. Recuerdo que tuve una época en que quería ser descubridor, almirante, príncipe... aquellas cosas que veía en las láminas que mi padre colgaba en las paredes, o en la literatura infantil de Verne y Salgari. Mi vocación de pintor vino, pues, ante la infinita sorpresa por las formas cómo otras personas expresaban sus sentimientos y su imaginación a través del dibujo y de los colores. Y entonces quise ser pintor y vivir en esa especie de nube que para mí representaba entonces el ambiente artístico.

 

 

-¿Qué recuerda de su madre?

-Mi madre era Sevillana, en contraste con mi padre que era de San Fernando. De ella he sacado sus rasgos físicos y su sentido de la vida. Fue una mujer con un sentido práctico muy grande, y gracias a él pudo afrontar el revés que supuso la muerte de mi padre, sacándonos adelante y colocándonos en la compañía de seguros donde trabajaba un pariente nuestro.

 

 

-¿Existía en su familia algún antecedente artístico?

-No. Nunca recuerdo haber oído hablar de alguien que tuviera alguna relación con el mundo del arte, no ya en pintura, sino en literatura o música... aunque, bueno, en música sí: mi padre era un gran aficionado a la guitarra, hasta el punto que conservo todavía el programa de un concierto que dio en un teatro de Sevilla. En casa teníamos una gramola y algunos discos de pizarra que mi padre trataba como si fueran objetos delicadísimos­. En ellos escuchaba a Beethoven, Mozart, Wagner, Tchaikovski, Albéniz... Recuerdo que él, como guitarrista, era un enamorado de los grandes compositores españoles como Albéniz, Falla o Turina, y su ejecutante preferido que, cómo no, era el maestro Andrés Segovia. Estos discos de pizarra fueron los que escuchábamos constantemente en casa. Tenga en cuenta que lo que causaba furor por entonces eran las canciones populares como La Parrala, que en aquella época causaban furor. Pero, al margen de esta afición de mi padre, en la familia no había ningún precedente artístico.

 

 

-Dice haber sido un niño retraído, como fuera del mundo...

-Sí, sí, muy introspectivo, muy retraído, con la mente puesta siempre en otra cosa. Fíjese, mientras otros se lo pasaban continuamente jugando a la pelota, yo me entretenía en juegos solitarios, como echarle de comer a las hormigas y observarlas minuciosamente con una lupa. Aquello de las hormigas era una manera muy interesante de incidir en la observación, que luego, al correr de los años, sería mi materia fundamental de trabajo. Podía pasarme horas y horas solo, a veces sin más compañía que la de esos libros de Verne o Salgari, que me hablaban de otros mundos más grandes y misteriosos. Me gustaba pasar las horas y las horas solo, dando cuerda a la imaginación.

 

 

-¿Qué leía en aquella época?

-Ya le digo, Julio Verne, Salgari, por supuesto tebeos, pero los tebeos en los que había buenos ilustradores, ingleses, americanos, italianos. Desde entonces he guardado siempre una muy buena relación con el cómic.

 

 

 

-¿Recuerda alguno de esos dibujantes?

 

-Sí, cómo no. El que me causó una impresión tremenda fue un tebeo que se llamaba El aventurero, en el que aparecían muchos dibujantes americanos... Uno de ellos era precisamente, Alex Raymond, autor de Flash Gordon. Raymond era un ilustrador genial, con una capacidad de movimiento que a mí me llamaba mucho la atención. Otro que me gustaba mucho era Harold Foxter, el autor de Tarzán. También, claro, me entusiasmaban una serie de dibujan­tes de los que no consigo recordar sus nombres.

 

 

-¿Imitaba usted a esos dibujantes?

-Sí, sí, sí, aunque habría que matizar esto. No los imitaba porque en realidad yo no tenía mano para imitar a nadie, pero aquellos trazos se me quedaban en la cabeza y en la retina, y me sentía como lleno de todo ese mundo. Cuándo se es niño parece como si los poros estuviesen más abiertos y uno pudiera empaparse más, incluso sin darse cuenta. Pero, mire, aquello me entusiasmó. Aquel mundo de fantasía, de elegancia, me iba abriendo un camino, una forma de ir entrando en materia. Existía, a quién se le oculta, un maniqueísmo total en aquellas historietas, un mensaje ideológico que entonces yo no podía poner en duda.

 

 

-¿Cuáles fueron los siguientes pasos en su vinculación con la pintura?

-Llegó un momento en el que necesitaba un lugar para pintar, para retirarme del mundo, así que me busqué un cuartucho que adapté para poder retraerme y tener allí unos cuantos libros y lápices. El siguiente paso, ya trabajando en la compañía de seguros o quizás en los últimos años de estudio, era el costearme la pintura, porque después de copiar infinitas veces a todos aquellos ilustradores, descubrí que había adquirido cierta facilidad para reproducir con exactitud el original. Más tarde descubrí el mundo de los copistas profesionales, que se pasaban las horas copiando en el Museo de Bellas Artes, no muy lejano de casa. El que hubiera gente que se ganaba los cuartos copiando a los clásicos fue algo definitivo.

 

 

-Eso debió ser para usted todo un descubrimiento.

-Todo un descubrimiento, sí, porque, como le explicaba antes, con el trabajo, disponía de muy pocas horas para poderme dedicar a la pintura y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para avanzar en aquella vocación que me robaba no sólo el tiempo sino también el pensamiento. Lo sacrificaba todo con tal de estar delante de un caballete. La pintura era una especie de droga a la que debía total servidumbre.

 

 

-¿Qué era lo que copiaba entonces?

-Pues copiaba lo más difícil: Murillo, El Greco y alguna vez a Zurbarán. A Murillo no lo copiaba nadie porque es un pintor muy difícil de copiar. Los copistas, entonces, preferían medirse con otras cosas menos complicadas. Descubrí así, aunque sea una inmodestia, que copiaba mejor que los otros, que mis copias eran mucho más fieles que las de mis compañeros de museo. Poco a poco empecé a ganar algún dinero con las copias, de forma que en cuanto cumplí los veinticuatro años, luego de siete en la compañía de seguros, decidí liarme la manta a la cabeza y dedicarme a lo que me gustaba. Renuncié a un sueldo de unas trescientas pesetas mensuales, que entonces nos hacían una falta tremenda, con la promesa de que seguiría ganando esas trescientas pesetas copiando como un poseso. Así fue como me hice pintor y así como me fui a copiar al Museo de Bellas Artes de Sevilla, donde para sacar esa cantidad había que copiar una burrada, a lo que había que añadir, la incertidumbre de la venta, porque entonces vender un cuadro o una reproduc­ción era muy difícil. Pero a mí, empecinado en la pintura, nada de esto me acobardaba, sino todo lo contrario. Era el primero en llegar y el último en marcharse. Como, además, no tenía dinero, ni siquiera salía a tomar café o echar un cigarro al patio como los otros. Trabajaba como un forzado y, así, fui trampeando y ganando las primeras pesetas con la pintura... Como el museo cerraba por las tardes, seguía pintando en casa bodegones y cuatro cositas de esas que podían tener alguna salida entre los familiares y conocidos que eran toda mi clientela. Copiaba algo de Sorolla -Sorolla era un pintor que me fascinaba- y de otros pintores de la época. Así fue cómo empecé a vender algunas reproducciones increíblemente pequeñas de Rubens, Rembrandt...

 

 

-Su padre murió cuando usted era muy joven. Hábleme de él.

-Mi padre murió en plena Guerra Civil, cuando yo apenas era un crío. Aquello nos dejó una impresión hondísima. Eran tiempos especialmente duros. Mi madre se vio envuelta de pronto en una situación económica insospechada. Porque aunque mi padre no murió en la guerra ni por causas políticas, sino en accidente de automóvil, el drama familiar fue tremendo.

 

 

-¿Qué recuerdos guarda de su padre?

-Mi padre era perito aparejador y trabajaba con un ingeniero que luego se hizo un personaje importante. Se llamaba Entrecanales, un hombre muy inteligente y emprendedor. Mi padre le llevaba toda la parte molesta, por así decir, del trabajo: desde el papeleo burocrático hasta la vigilancia de las obras. Lo recuerdo como alguien muy poco amante del dinero, muy desprendido y con un sentido de la dignidad muy alto. No le gustaba medrar, su condición no se avenía con eso, cosa que he yo he heredado de él. Era una persona muy curiosa que coleccionaba sellos, que llegó a ser fotógrafo, un fotógrafo excepcional para la época. También fue un guitarrista aceptable que llegó a dar un concierto de guitarra en el cine Pathé, en la calle Cuna. Era además un hábil reparador de relojes. Construyó una gramola. Fue cazador, diseñador de cometas, y llegó a montar un globo de papel que fue a perderse por una de las azoteas próximas. En fin, un hombre divertido e inquieto, que siempre estaba maquinando cosas o construyendo artilugios.

 

 

- ¿Alguna vez se sintió atraído por la fabricación de aquellos artilugios, Manuel?

- Sí, desde luego, me atrajeron y me atraen, lo que pasa es que los miro con mucho respeto. Me considero un hombre torpe aunque, y hay quien se extraña, pueda pintar con soltura. Pero la pintura y el dibujo son las únicas cosas que realizo con cierta facilidad. Si trato de poner un enchufe provoco una catástrofe. Si me pongo a arreglar un artilugio lo fastidio para siempre.

 

 

- Sin embargo me comentaba que había pintado una reproducción de Rembrandt en el formato de una foto pequeñita...

- Concretamente de La lección de Anatomía, pero al fin y al cabo esto entra dentro del campo de la pintura. Ahí me desblo­queo. Con el pincel en la mano puedo ser la persona más paciente del mundo. Cuando me amarro a un cuadro no existe otra cosa que ese cuadro. Copiar La lección de anatomía era estar dentro de ese espacio único. En aquella ocasión me até al caballete hasta que la copia salió bastante parecida al original de Rembrandt. Existen cadenas invisi­bles y, a veces, cuando te sabes dentro de esas cadenas es cuando más feliz te sientes. La vida social me ha importado más bien poco. También soy todo un desastre en cuanto a eso.

 

 

-Supongo que le debe mucho a esa capacidad de concentración o de enajenación de que me habla.

-Todo tiene que ver con mi carácter reflexivo e intimista. He tenido la fortuna de trabajar en algo que me apasiona, que me ha apasionado siempre, por eso nunca me ha importado pasarme las horas delante de un caballete, muchas veces perdido, sin una noción clara de lo que quería. Las cosas no siempre salen como uno las proyecta y no siempre está uno en disposición de avanzar en un cuadro o en una idea. Por poner un ejemplo, yo he tenido que tirarme horas y horas hasta resolver el tema de las manos. Las manos eran para mí imposibles de pintar, porque no consiste solamente en dibujar­las, hay que darle además color y textura, expresión. Las manos son fundamen­talmente expresión, incluso por encima del dibujo y de todo: expresión en estado puro. Es por esta razón que durante una buena temporada las pinté de todas las formas. Cientos y cientos de manos, hasta conseguir que hablasen, ser ellas mismas. Alguien puede pensar que aquello era un trabajo molesto, pero para mí era fascinante.

 

-Esa obsesión por las manos, que en usted son, en efecto, muy expresivas, ¿podría guardar alguna relación con su padre, con esas manos especialmente capacitadas para la acción y también para la expresión, como usted dice?

-Nunca he reflexionado sobre el hecho, pero es interesante la pregunta. Si ha sido así, lo ha sido de una forma tan incons­ciente, tan sin darme cuenta... Nunca, desde luego, he meditado sobre ello. Lo que sí es cierto, es que a mí me gusta jugar con las manos, hacer que se manifiesten, darles el peso que tie­nen. Recuerdo que en una de las exposiciones que hice en Norteamérica hubo una persona que se acercó para decirme que pintaba demasia­das manos, que siempre había una mano por ahí. Lo curioso es que esa persona pensaba que pintaba manos para salvar el cuadro o algo así.

 

 

-Es que sus manos siempre aparecen ocupando primeros planos, como diciéndole al observador que se acerque.

-Las manos son siempre difíciles de llevar al lienzo, en primer lugar porque hay que darles la gracia que en verdad tienen para que, al menos, parezcan que están en su sitio. En segundo lugar porque las manos siempre están en movimiento. Recuerdo el primero de los cuadros que realicé para la serie de Los pecados capitales, concretamen­te el de La lujuria, donde a la figura le salen manos del tronco...

 

 

-En esa serie aparecen millares de manos.

-Muchas, muchas. La soberbia, por ejemplo, que tiene infinidad de manos tratando de agarrar al personaje. Pues bien, aquel desconocido insinuó que yo me ayudaba con las manos. Ya puede figurarse mi asombro. ¿Ayudarse con las manos? Es como recrimi­narle a un equili­brista que se ayuda mucho con las piernas o con el sentido del equilibrio. 

 

 

-Igual quiso decir, que pintaba manos para así evitar otras cosas.

-Claro, claro. Esa es la explicación: él trataba de sostener que al pintar manos eludía otros problemas dentro de la tela, que según él eran más difíciles de resolver. Parecía haber descubierto mi talón de Aquiles, un lugar por donde cogerme. La reacción a aquel comentario fue pintar La envidia, un cuadro donde todo son muñones. Unas viejas que represen­tan algo así como la soberbia, desde el lado de la impotencia, que era un poco mi idea sobre la envidia. La impotencia trataba de reflejarla cortando las manos de aquellas viejas.

Lo cierto es que, siendo joven, me fastidiaban todos esos pintores que no saben pintar las manos y, bueno, las ocultan, en fin... Yo me dije que tenía que resolver ese tema y a él me volqué todo lo que pude: hice miles de estudios en las posturas que consideraba más difíciles. Con los cuadros ocurrió lo mismo. No solamente había que pintar una mano en una postura incómoda, sino además que estuviera bien resuelta, con lenguaje de pintor, con pasta, con vida... Pero, bueno, ¿por qué estamos insistiendo tanto en este tema?

 

 

-Porque ilustra sobre su forma de trabajar, su relación con la pintura.

-El trabajo, como en todo, es fundamental en el mundo del arte. Sobre un cuadro descansan muchas horas de trabajo, muchas horas que a veces ni siquiera están en el cuadro. La sensibili­dad y el trabajo son los únicos capitales con que cuenta el artista.

 

 

-Tal y cómo lo cuenta aquellos años debieron ser terrorífi­cos.

-Terroríficos, sin duda. Pero la juventud, la pasión por todo aquello, hacían que siguiera adelante. Fíjese que entre la gente de mi edad, gente muy marcada por la guerra, hubo mucha gente con vocación, con aspiraciones, con algo que decir, pero que no fue capaz de dar el paso y tuvo que escoger los caminos más fáciles, pero, es comprensible, estamos hablando de tiempos muy difíciles para todos. La Guerra Civil no había hecho más que terminar y las cosas estaban como estaban, que eran muy mal. Por no haber no había ni de comer, así que puede figurarse cómo estaba todo lo demás.

 

 

-¿Qué fue lo primero que vendió?

-Lo primero fueron copias. Todavía se conservan algunas de ellas. Las tiene mi familia, porque mi tío era un hombre bien situado económicamente y cuando vio lo que yo hacía, me fue haciendo encargos, más que nada por echarme una mano. Él me traía reproducciones de los museos europeos y yo le hacía pequeñas copias. Recuerdo algunas de Rubens, Rembrandt y de otros autores flamencos, que yo trataba de ejecutar con una fidelidad máxima. De esta manera fue como empecé a tirar de copista de museo que además atendía a los encargos más inimaginables, como pintar pergaminos para cazadores. Imagínese, mil cosas por el estilo.

 

-Supongo que le debe mucho a esa capacidad de concentración o de enajenación de que me habla.-Todo tiene que ver con mi carácter reflexivo e intimista. He tenido la fortuna de trabajar en algo que me apasiona, que me ha apasionado siempre, por eso nunca me ha importado pasarme las horas delante de un caballete, muchas veces perdido, sin una noción clara de lo que quería. Las cosas no siempre salen como uno las proyecta y no siempre está uno en disposición de avanzar en un cuadro o en una idea. Por poner un ejemplo, yo he tenido que tirarme horas y horas hasta resolver el tema de las manos. Las manos eran para mí imposibles de pintar, porque no consiste solamente en dibujar­las, hay que darle además color y textura, expresión. Las manos son fundamen­talmente expresión, incluso por encima del dibujo y de todo: expresión en estado puro. Es por esta razón que durante una buena temporada las pinté de todas las formas. Cientos y cientos de manos, hasta conseguir que hablasen, ser ellas mismas. Alguien puede pensar que aquello era un trabajo molesto, pero para mí era fascinante.

 

 

-Esa obsesión por las manos, que en usted son, en efecto, muy expresivas, ¿podría guardar alguna relación con su padre, con esas manos especialmente capacitadas para la acción y también para la expresión, como usted dice?

-Nunca he reflexionado sobre el hecho, pero es interesante la pregunta. Si ha sido así, lo ha sido de una forma tan incons­ciente, tan sin darme cuenta... Nunca, desde luego, he meditado sobre ello. Lo que sí es cierto, es que a mí me gusta jugar con las manos, hacer que se manifiesten, darles el peso que tie­nen. Recuerdo que en una de las exposiciones que hice en Norteamérica hubo una persona que se acercó para decirme que pintaba demasia­das manos, que siempre había una mano por ahí. Lo curioso es que esa persona pensaba que pintaba manos para salvar el cuadro o algo así.

 

 

-Es que sus manos siempre aparecen ocupando primeros planos, como diciéndole al observador que se acerque.

-Las manos son siempre difíciles de llevar al lienzo, en primer lugar porque hay que darles la gracia que en verdad tienen para que, al menos, parezcan que están en su sitio. En segundo lugar porque las manos siempre están en movimiento. Recuerdo el primero de los cuadros que realicé para la serie de Los pecados capitales, concretamen­te el de La lujuria, donde a la figura le salen manos del tronco...

 

 

-En esa serie aparecen millares de manos.

-Muchas, muchas. La soberbia, por ejemplo, que tiene infinidad de manos tratando de agarrar al personaje. Pues bien, aquel desconocido insinuó que yo me ayudaba con las manos. Ya puede figurarse mi asombro. ¿Ayudarse con las manos? Es como recrimi­narle a un equili­brista que se ayuda mucho con las piernas o con el sentido del equilibrio. 

 

 

-Igual quiso decir, que pintaba manos para así evitar otras cosas.

-Claro, claro. Esa es la explicación: él trataba de sostener que al pintar manos eludía otros problemas dentro de la tela, que según él eran más difíciles de resolver. Parecía haber descubierto mi talón de Aquiles, un lugar por donde cogerme. La reacción a aquel comentario fue pintar La envidia, un cuadro donde todo son muñones. Unas viejas que represen­tan algo así como la soberbia, desde el lado de la impotencia, que era un poco mi idea sobre la envidia. La impotencia trataba de reflejarla cortando las manos de aquellas viejas.

Lo cierto es que, siendo joven, me fastidiaban todos esos pintores que no saben pintar las manos y, bueno, las ocultan, en fin... Yo me dije que tenía que resolver ese tema y a él me volqué todo lo que pude: hice miles de estudios en las posturas que consideraba más difíciles. Con los cuadros ocurrió lo mismo. No solamente había que pintar una mano en una postura incómoda, sino además que estuviera bien resuelta, con lenguaje de pintor, con pasta, con vida... Pero, bueno, ¿por qué estamos insistiendo tanto en este tema?

 

 

-Porque ilustra sobre su forma de trabajar, su relación con la pintura.

-El trabajo, como en todo, es fundamental en el mundo del arte. Sobre un cuadro descansan muchas horas de trabajo, muchas horas que a veces ni siquiera están en el cuadro. La sensibili­dad y el trabajo son los únicos capitales con que cuenta el artista.

 

 

-Tal y cómo lo cuenta aquellos años debieron ser terroríficos.

-Terroríficos, sin duda. Pero la juventud, la pasión por todo aquello, hacían que siguiera adelante. Fíjese que entre la gente de mi edad, gente muy marcada por la guerra, hubo mucha gente con vocación, con aspiraciones, con algo que decir, pero que no fue capaz de dar el paso y tuvo que escoger los caminos más fáciles, pero, es comprensible, estamos hablando de tiempos muy difíciles para todos. La Guerra Civil no había hecho más que terminar y las cosas estaban como estaban, que eran muy mal. Por no haber no había ni de comer, así que puede figurarse cómo estaba todo lo demás.

 

 

-¿Qué fue lo primero que vendió?

-Lo primero fueron copias. Todavía se conservan algunas de ellas. Las tiene mi familia, porque mi tío era un hombre bien situado económicamente y cuando vio lo que yo hacía, me fue haciendo encargos, más que nada por echarme una mano. Él me traía reproducciones de los museos europeos y yo le hacía pequeñas copias. Recuerdo algunas de Rubens, Rembrandt y de otros autores flamencos, que yo trataba de ejecutar con una fidelidad máxima. De esta manera fue como empecé a tirar de copista de museo que además atendía a los encargos más inimaginables, como pintar pergaminos para cazadores. Imagínese, mil cosas por el estilo.

-Para entonces, supongo, ya conocía a María Luisa.

-Yo llevaba hablándole a María Luisa desde los dieciséis años, así que un día, catorce años más tarde nos vimos buscando algún lugar para vivir. Nos casamos y aquello fue el fin del mundo, porque había que pagar un arriendo, el petróleo, la electrici­dad...

 

 

-Meterse en un lío gordísimo.

-Un lío gordísimo, sí, hasta el punto que cuando nos casamos no teníamos nada. Ni siquiera una silla donde sentarnos. Nos sentábamos en cajas de vino que yo recogía por el barrio. El caballete era mi caballete de principiante. Esto era todo nuestro ajuar, esto y un par de catres de hierro. La mudanza fue de risa: nos mudamos de la plaza de La Europa a la calle Peral, lo que supone sólo atravesar La Alameda... pero tuvimos que arrendar lo que entonces se llamaba una batea -una especie de carrillo de dos ruedas-, y con la sola batea hicimos toda la mudanza. Un desastre.

 

 

-La de María Luisa ¿era una familia humilde?

-Su padre era brigada. Pero su madre estaba separada de él. Eran tiempos muy difíciles también para ella. La madre cosía para mantener malamente a sus hijas. El país, tras la Guerra Civil quedó destrozado. La gente vivía como buenamente podía y las familias con hijos, muchos o pocos, lo pasaban fatal. Una mujer como la madre de María Luisa tuvo que luchar de lo lindo para sacar su familia adelante. Por su parte no podíamos recibir ninguna ayuda y con mi familia ocurría otro tanto.

Le cuento una anécdota para que se haga una idea de cuál era la situación: un día como otros tantos en que estábamos a verlas venir, fui desde La Alameda de Hércules hasta la calle Amor de Dios tratando de encontrar algo que me reportase algún dinero, no ya para pagar la habitación, sino incluso para la comida del día. En esa calle existía entonces una tienda de pintura donde adquiría lo poco que podía pagar, y donde trabajaba un empleado que ganaba el dinero bien, pues incluso tenía una moto y usaba unas camisas de figurín. Pues bien aquel empleado, viéndome en aquella pobreza extrema me trataba con cierto desdén. Era, ya digo, un día lluvioso, pero, mira por dónde, justo a la puerta de la tienda había un trozo de calentito pisado por la gente, embarrado. Pues bien,... en mi desesperación no se me ocurrió otra cosa que cogerlo y entrar en la tienda. Se lo puse en el mostrador y armándome de valor le digo: me apuesto cinco duros contigo a que me como ahora mismo este calentito. Él aceptó la apuesta; me lo comí sin chistar; cogí los cinco duros y me marché a casa. Es una anécdota que refleja con claridad nuestra situación.

 

 

-La miseria...

-Es que no sabía por dónde tirar. Pagar el alquiler era toda una aventura. ¡Cuántas veces salí de puntillas por no verme delante de la casera, a la que siempre debíamos uno o dos meses! Aquella era una situación angustiosa.

 

 

-¿Duró mucho todo aquello, Manuel?

-Sí, duró algún tiempo, aunque más tarde ocurrió algo que cambió el panorama. Yo mantenía cierta relación con el pintor Baldomero Romero Ressendi porque nuestros padres tocaban la guitarra juntos y el suyo era nuestro médico, así que Baldomero y yo habíamos coincidido desde pequeños.

 

 

-Él era sólo algo mayor que tú, ¿no es cierto?

-Tres o cuatro años, nada más. Entre un niño de trece y otro de diez existe un escalón tremendo, pero al cabo de pocos años ese escalón ya es insignificante. Es lo que nos pasó a Baldomero y a mí. Cuando pequeños, las relaciones eran sólo de familia. Él venía a mi casa y yo iba a la suya. Había entre nosotros mucho trato familiar y, por tanto, se estableció entre nosotros una cierta relación de amistad. Después, tras la muerte de mi padre y todo el lío de la Guerra Civil, hubo unos años en los que estuvimos sin vernos. Hay que tener en cuenta que los vínculos de amistad eran fundamentalmente entre nuestros dos padres y al morir el mío, nuestro trato se diluyó bastante. Años más tarde, cuando Baldomero hace su primera exposición en Sevilla que, por cierto, tiene un éxito tremendo, es cuando empezamos a estrechar aquella amistad que tuvimos de niños.

 

 

-¿Qué supuso para usted la primera exposición Sevillana de Baldomero Romero Ressendi?

-Baldomero era un pintor muy bueno incluso entonces, cuando contaba con treinta años tan sólo. Poseía una capacidad, un dominio y una técnica jamás vista por mí hasta entonces. Era un prodigio de imaginación, con un concepto fantástico de la pintura. Baldomero era lo menos parecido a la pintura Sevillana de la época y esta capacidad de distanciamiento a mí me parecía genial. Ya le digo, aquella primera exposición, me dejó completa­mente fascinado.

 

 

-¿En qué año se produce esa exposición, Manuel?

-No lo recuerdo ahora con exactitud, aunque pudo ser alrededor del 46, cuando él apenas contaba con treinta años. Tenga en cuenta que entonces no exponía cualquiera: había muy pocas oportunidades. El que un autor joven consiguiera colgar sus cuadros en una galería ya era un triunfo. Vender era cosa de milagro. Lo que sí puedo decirle es que aquella exposi­ción fue todo un acontecimiento en la vida cultural Sevillana de la época.

 

 

-¿Tenía usted relación con otros pintores por entonces?

 

-No demasiado. Anteriormente tuve relación con Honeheleiter, amigo de mi padre y de mis tíos, un pintor costumbrista, muy elegante, con una técnica bastante novedosa para aquella época y con un sentido innato de la composición que a mí se me quedó muy grabado. Me dejaba entrar con libertad en su estudio, cosa extraña, porque tenía un carácter difícil y huraño. La verdad, en todo caso, es que yo era un buen espectador de sus cuadros, en los que siempre procuraba encontrar su aspecto positivo. A veces, claro, exageraba en mis observaciones, pero con tal de estar allí, era capaz de lo que fuera. Yo le quitaba las colillas, le encendía el cigarro y él, entre unas cosas y otras, estaba encantado conmigo. Era un hombre de un genio áspero, pero yo procuraba no darle motivos para la exasperación. Recuerdo que me llamaba El Lavativa, porque me ponía a mirar lo que estaba haciendo, tratando de interiorizar todo aquello, y en cuanto llegaba a casa me ponía a pintar esas cosas de la escuela costumbrista, que incluso entonces tenían su clientela, y que para mí no dejaba de ser una forma de subsistencia, la única que conocía.

Una mañana, lo recuerdo perfectamente, me instó a que copiara alguno de sus cuadros allí, en su propio estudio. Otras veces me había animado, pero yo, por pudor, algo que me ha acompañado siempre, no quise hacerlo. Recuerdo que el cuadro trataba de unos músicos, con los Reales Alcázares de fondo. Pues bien, aprovechando que él iba a salir y yo podría pasar unas horas solo en su estudio, me puse a copiar tranquilamente. Cuando vino se quedó de piedra. Recuerdo que me dijo con cierta acritud que lo que tenía que hacer era ponerme a pintar por mi cuenta.

 

 

-Entonces aparece Ressendi...

-La distancia hace que las cosas del pasado se aproximen o se mezclen. Primero empecé a pintar cosas costumbristas para ganarme unas perras y poder pagar el alquiler y la comida... pero la exposición de Ressendi me dejó totalmente ido, como se suele decir. Ante aquellos cuadros me quedé pasmado y ahí fue donde me di cuenta de que la pintura podía y debía ser otra cosa. Era la suya una tal facilidad, una técnica tan expresiva, tan fuerte, con tal dominio que, de inmediato, me puse en contacto con él. Baldomero era entonces un hombre que se conservaba muy bien y que, incluso, parecía más joven de lo que era. Era un poco más bajito que yo, menudito, con esa tez heredada de su madre, que era mejicana, sin arrugas, olivácea; por aquel tiempo conservaba, además, un pelo magnífico. Baldomero era un hombre guapo, bien parecido, y a su lado yo parecía incluso bastante más viejo.

Fue cuando empezamos a intimar. Él vivía frente a la catedral y luego en Alcalá de Guadaira -ya estaba separado- donde nosotros, María Luisa y yo nos acercábamos hasta su casa con alguna frecuencia. Poco a poco me fui familiarizando con su pintura que me parecía mucho más interesante que toda la pintura Sevillana de la época.

 

 

-Y es cuando ocurre el caso de las falsas falsificaciones, valga decir.

-Esta es una historia en cierta forma divertida. La cuestión es que un día su marchante, que también conocía mis cosas, me invitó a comer junto a Baldomero, que por entonces estaba bastante metido en la bebida y esto resentía mucho su capacidad de trabajo. Allí nos propuso que hiciéramos una especie de taller barroco, con un maestro, Baldomero, y un discípulo, que sería yo. A Romero Ressendi la idea le pareció fantástica y para mí, ya se puede imaginar, era la forma de poder comer sin tantos agobios. La cuestión era que el marchante, un tipo sin demasiados escrúpulos artísticos, me traería fotos de los cuadros de Baldomero con la intención de que yo hiciera cosas por el estilo. Lienzos pequeños, muy goyescos, que se podían vender bien. Luego Baldomero los acabaría y estamparía en ellos su firma, que era de lo que se trataba.

Baldomero, ya digo, trabajaba más bien poco, así que alguna vez el cuadro se quedaba tal y como yo lo había dejado. La cosa era que yo debía ganar algo con mi trabajo, una parte ínfima si quiere -las cosas no andaban como para andarse con demasiados remilgos-, pero lo cierto es que después de haber pagado de mi bolsillo lienzos, bastidores y tubos, no vi ni una sola peseta. Pinté seis cuadros y me quedé viéndolas venir. La cosa, claro, no continuó. El pacto se deshizo y cada cual tomó por su camino. Baldomero, seamos justos, me confesó que le costaba más retocar aquellos cuadros míos que pintarlos desde el principio.

Al cabo de un tiempo el representante de Baldomero se pasó por mi estudio y me pidió que le copiase unos cuadros de Baldomero para su casa, pues decía que a él le gustaban mucho, pero que no podía comprarlos. Entonces empecé a copiar algunos de aquellos cuadros, por los que cobraba entre 150 y 300 pesetas, según el tamaño. Evidentemente yo no firmé ninguno de aquellos óleos, pero el marchante en vez de colgarlos en su casa, se dedicó a falsificarlos con la firma, muy tosca por cierto, de Ressendi, y así venderlos a sus clientes, arropado en la teoría de que él era la mayor autoridad en el autor sevillano.

Aquello, es obvio, acabó como tenía que acabar. El marchante era un auténtico necio, un majadero: estaba tan seguro del parecido de los cuadros, que incluso los vendía en Sevilla y algunos, en el colmo del disparate, a los propios amigos de Baldomero. La cosa, claro, le duró poco tiempo, pues enseguida Baldomero estuvo al tanto de las falsificaciones, de forma que puso una denuncia en el juzgado y es ahí que empiezan las pesquisas y los líos.

 

 

-Tengo entendido que incluso tuvo que intervenir la policía.

-Por supuesto. Un día se presentan unos señores en casa con la intención de llevarme a la comisaría. Allí me expusieron a un larguísimo interrogatorio y después de dos o tres días me dejaron en libertad sin cargos. Fue el propio Baldomero quien, siguiendo los consejos de su abogado, quitó la denuncia, temiendo que las cosas pudieran volverse contra él. La cuestión fue, que de detenido pasé a ser testigo de cargo.

El enredo tuvo su lado cómico porque la policía llevó a Baldomero a cualquier parte donde pudiese haber un cuadro suyo para saber si era original o copia, mío o suyo. La cuestión fue que llegó un momento en que, delante de la policía, ni él mismo fue capaz de distinguir un cuadro suyo de uno mío. Tal es así que la historia transcendió a la prensa y se corrió la voz entre los aficionados y los coleccionistas.

 

 

-Y a partir de ahí...

-A partir de ahí, ya se puede imaginar. Si un cuadro mío valía trescientas pesetas y uno de Ressendi siete mil, sin que ni siquiera el propio Baldomero los supiera distinguir, algunos compradores vieron el cielo abierto y, en consecuencia, aquel asunto turbio terminó jugando a mi favor. Rápidamente empecé a recibir encargos y mi posición económica cambió de forma absoluta. Al menos en el sentido de que las necesidades mayores estuvieron cubiertas.

 

-Lo que puede hacer un equívoco.

-En este caso, todo.

 

 

-Es así como empieza de retratista de corte, ¿no?

-De esa forma tan inesperada, sí. La vida tiene estas trampas y estas cosas. La suerte, en todo caso, es fundamental, pero hay que tener en cuenta que yo había permanecido en la trastienda muchos, muchos años, matándome a pintar. Poco a poco había ido adquiriendo mi propia impronta, mi propio estilo. La suerte vino cuando yo estaba preparado para afrontarla y, es evidente, sólo tuve que aprovechar aquel primer impulso. Lo cierto es que empiezo a hacer retratos y poco a poco mi pintura va decantándose, haciéndose más madura, más mía.

 

 

-¿Qué recuerda de aquella primera época? ¿Cuáles fueron sus primeros retratos?

-Había empezado haciendo retratos para la familia, como es lógico. El primero fue el de Joaquín Gómez Albenca, un pariente mío, al que siguieron otros, pero sólo tras el embrollo de las falsificaciones es cuando adquiero algo de notoriedad y empiezo a recibir encargos de la sociedad Sevillana. El primer retrato que recuerdo es el de Doña Maribel Moreno de la Cova, y luego ella misma me presentó a ciertas amigas de su círculo que quería retratarse. Así conseguí hacerme con una clientela y al menos salí de la penosa situación en que nos encontrábamos. En una de aquellas ocasiones me tocó hacer un retrato para Doña Salud Lozano González, que se tenía que marchar a los Estados Unidos y de ahí empieza mi periplo americano.

 

 

-Su primera exposición en la Dickson Gallery de Washington.

 

-Pero yo continúo en Sevilla. Todavía transcurren unos años de trabajo intenso donde hago retratos para mucha gente. Comparados con los anterio­res son años de cierta prosperidad en mi carrera. Cuando hablo de prosperidad no estoy retratando una situación bollante en lo económico, sino una situación en que las necesida­des básicas estaban cubiertas, lo que hace que empiece a considerar la pintura con mucha mayor autonomía, con una visión más propia, si quiere.

 

-Estamos en su primera exposición en la Dickson Gallery de Washington.

-La primera exposición en América tiene una historia sencilla y a la vez hermosa. Todo comenzó gracias a un cuadro que le regalé a Salud Lozano, pero ella, con la única intención de darme a conocer allí, lo presentó a una galería de Washington, donde un señor se encaprichó de él. Tras consultar conmigo se lo vendió y al poco me envía un talón astronómico con relación a lo que se estilaba por aquí.

 

 

-Y es así, casi de seguido, que empieza a hacer las américas, ¿no?

-Si no a hacer las américas, sí mi período americano. Después del éxito de aquel primer cuadro fui enviando otros al galerista, que inmediatamente los vendió. Era una especie de situación dorada, porque, además, la cotización de los cuadros entre un país y otro no admitía comparación. Llegó un momento en que el galerista me planteó hacer una exposición allí y, como puede imaginar, me puse a trabajar como un forzado, pues no sólo tenía que pintar para la exposición sino también en los retratos que tenía encargados. Evidentemente yo no pude ir a Washington, pero la exposición resultó todo un éxito. Se vendió casi todo. Ya se puede imaginar el estado de euforia en el que me encontraba, después de haberlo pasado tan mal. Ya le digo, la suerte es fundamental en la vida, pero sobre todo en una profesión tan difícil como ésta.

 

 

-Y es cuando abandona el retrato de encargo.

-Realmente nunca he llegado a abandonar el retrato, lo que ocurre es que de ser el pilar único de mi supervivencia pasó a un segundo plano. El retrato es el género más difícil e ingrato de la pintura, el que exige mayor rigor, mayor concentración. El retratista se la juega en cada cuadro. Sacar a una persona su retrato, es mucho más difícil de lo que parece. No se trata de acomodarse fielmente a sus facciones, ni interpretar lo evidente. La fidelidad del retrato consiste en saber captar la atmósfera interior del personaje. Un buen retrato es un punto armónico entre lo visible y lo invisible. Cuántas veces ve uno retratos perfectamente ejecutados, pero que quedan como fríos, muertos. El secreto del retrato está en la chispa.

 

 

-Al margen de esto, exige un cierto vasallaje con respecto al retratado, ¿cuénteme los entresijos?

 

-El trato con el género humano es siempre complicado y es probable que incluso puede que para un artista lo sea un poco más. Todo trabajador del retrato se tiene que tragar muchos sapos y muchas culebras. Hay personas que por el hecho de tener dinero y poder pagarse un lienzo, ya se creen los dueños del mundo y a veces tienen la impronta de tratarte como si fueses un subordinado suyo. El retrato es un género fascinante pero muy, muy ingrato. No sólo hay que tener mano sino también correa. 

 

 

-Hablábamos de su primera exposición en Washington, lo que quiere decir que hubo otras más adelante. ¿No?

-Sí, claro. La primera fue todo un éxito y en cuanto acabó ya nos pusimos en marcha para hacer una segunda exposición. En un período de casi una década (del 61 al 69) realicé doce exposiciones por todos los Estados Unidos, desde New York hasta Houston pasando por California, y una en Canadá, siempre en galerías importantes, como la Dickson en Washington, la Delancey en Philadelphia, o la Gorline y la Lesnick en New York. En aquellos años conocí a gente muy influyente en los estratos políticos y lo que es más importante, tuve que aprender inglés. Fueron años de muchísimo trabajo y ajetreo, en los que, a pesar de todo no dejé de vivir en Sevilla.

 

 

-Es de suponer que su vinculación con Sevilla ha sido siempre muy fuerte.

-Muy fuerte. Espiritualmente fortísima. En cambio con los Estados Unidos, prácticamente nula. Aquello era un mercado. Un lugar donde los cuadros se vendían bien y donde se me permitía trabajar con cierta comodidad y sin estrecheces.

 

 

-¿Cómo le fue en su primera exposición Sevillana del año 65? ¿Qué reacción suscitó en el público y en la crítica?

-Aquella exposición estaba contratada para la galería Gorline de New York, por lo cual no se pudo vender ni un solo cuadro, pero fue muy visitada. En la crítica, como siempre, hubo un poco de todo, pero tengo que decir que la respuesta de los críticos fue en general muy buena. Llorente y Olmedo, entre los que recuerdo ahora, firmaron críticas elogiosas. El hecho de que yo fuese un pintor con éxito en Estados Unidos, pero que no había expuesto nunca en Sevilla levantó cierta malévola suspicacia en algún comentarista pero, comprenderá que aquello no venía mucho a cuento. Cuando yo las pasaba canutas en Sevilla nadie vino a proponerme una exposición y, aun así, jamás hice comentarios inconvenientes contra la ciudad o contra mis paisanos, pintores o no, críticos o no, galeristas o no. Yo pintaba en la casa de la calle Peral con toda la tranquilidad del mundo. Si exponía en los Estados Unidos era porque el americano era un mercado interesante y las circunstancias habían sido aquéllas y no otras. Pero guardo de la primera exposición Sevillana de la Galería Florencia un muy buen recuerdo.

 

 

-Lo que sorprende es que no se haya movido después por los círculos pictóricos sevillanos.

-No. No soy de espíritu gregario. Me molestan las reuniones, y mucho más las gremiales. De cuando en cuando me he visto con García Gómez, que es un pintor exquisito. Él ha venido mucho a mi estudio y hemos charlado con frecuencia, pero con los pintores no me gusta reunirme. Yo he vivido siempre fuera del contexto, no he frecuentado corrillos ni tertulias. Mi pintura ha ido siempre a contramano. He tenido una forma de trabajar y he procurado ser fiel a ella sin importarme modas y saraos. Tenía más que bastante con lo que la vida me iba deparando como para pensar en reuniones y líos. Tampoco he sido un hombre de calle. Mis visitas a América eran puramente crematísticas, allí pagaban mejor, eso era todo, aunque debo confesar que allí se me trató siempre con una dignidad y un respeto que no he encontrado en ninguna parte.

Siguiendo con la pregunta, yo no sólo no he asistido a cenáculos o tertulias, sino que además no me gusta hablar de pintura, ni siquiera ante los compañeros, cosa que es bastante natural y comprensible. Para mí es un tema que pertenece a lo privado.

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Hábleme de Sevilla, Manuel, cuál es su relación con Sevilla.

 

 

Es difícil explicar convincentemente mi relación con Sevilla, pues es, antes de nada, una relación íntima la que guardo con la ciudad, una relación inconsciente. Uno nace en Sevilla, y de pronto se encuentra con una ciudad que es en sí una maravilla. Sevilla no se puede inventar. Ha sido el centro del mundo y eso, se quiera o no, tiene una enorme significación, queda en el ambiente, en la personalidad de los habitantes, unas veces para bien y otras veces para mal. Sevilla da carácter, eso es innegable. Hay mucha cultura adquirida en Sevilla, aunque no siempre esa cultura, o mejor, esas manifestaciones de la cultura, tienen el mismo interés para todos. La Semana Santa es un ejemplo de ello.

Existe en Sevilla un ambiente muy propio que trata de convertir la tragedia en frivolidad y la frivolidad en tragedia. Este juego de extremos es algo fascinante y en ese sentido encuentro que hay aspectos en mis cuadros que tratan de expresar eso. Ni siquiera hablo de la Sevilla monumental porque doy por sentado que es una de las ciudades más bellas del mundo.

 

 

Sin embargo, Manuel, quiero hacerle una pregunta. En su pintura aparece mucho lo sevillano, huyendo, si me lo permite, de lo sevillí, de ese costumbrismo tan anclado en los ambientes artísticos de la ciudad. ¿A qué se debe esto?, si es que es así, naturalmente.

Es así. Lo sevillano es algo que, al menos yo, no puedo remediar. Eso tiene una palabra: inconsciente. He nacido y vivido en Sevilla y, claro, ha sido inevitable su influencia. Inevitable y agradecida, quede claro. Pero Sevilla, precisamente por su clarísima personalidad, propende al tópico y el tópico me horroriza. Es algo superior a mí. La cosa esta de lo folclórico me saca de quicio.

 

 

Es cierto, la ciudad que usted ha pintado no es precisamente una Sevilla folclórica y burguesa. Los tipos que aparecen en sus cuadros no son los tipos más gráciles o más bollantes del mundo. Existe en usted una voluntad expresa de retratar a esa otra Sevilla, la que siempre lo está pasando putas, la desvergonzada, la arrabalera, una Sevilla mucho más cercana al expresionismo que al costumbrismo, esa escuela que tanto daño ha hecho y sigue haciendo a esta ciudad.

Tampoco en eso hay una voluntad expresa. Sale así. Ocurre que a mí me interesa determinado mundo, que es, además, el que tengo alrededor. Ocurre además que por mi forma de pintar, por mi forma de ver el mundo, no he sentido ningún interés especial por la belleza física, por las facciones blandas o redondas. Me atrae más lo anguloso, lo cetrino, en fin, todo lo esquinado... De ahí que mi pintura tenga mucha más cercanía con el expresionismo que con el costumbrismo y se haya decantado por unas fórmulas expresivas y no por otras. De todas formas, Sevilla es un lugar que tiende a exagerar sus tópicos. No me gusta la Sevilla festera y jazminera, la de la Semana Santa o la de la Feria. En Sevilla subsiste un aspecto trági­co y en cuanto uno escarba un poco lo acaba encontrando. En Sevilla trabajaron Roelas, Valdés Leal, Murillo, Alonso Cano, Susillo o Zurbarán. Su visión de la ciudad y del mundo nada tienen que ver con el folclore.

 

 

Es el caso también de Blanco White o Cernuda.

Exactamente. También Cervantes trabaja en Sevilla y, mire, mire su visión y sus descripciones. Lo que realmente da expresión a lo sevillano es su carácter popular tan lleno siempre de tensiones y conflictos sociales.

Es una ciudad que vive en esa tensión, que hace de esa tensión su forma de ser.

Así es. Es una ciudad más expresionista que costumbrista, a pesar de todo. Solamente hay que darse una vuelta. El hecho de que se haya centrado en el barroco como su forma natural de expresión tiene que ver mucho en esto.

 

 

Es por eso que a lo largo de su pintura hay un interés mucho más profundo por los picadores, por los mozos de espadas, por los monosabios y por la cuadrilla en general, que por los diestros.

Esto tiene su lógica. Los mozos de espada y los banderilleros suelen ser toreros fracasados que se quedan de adláteres y, claro, hay en sus tipos una cierta carga adicional de amargura. No son triunfadores y a mí los triunfadores me revientan, en cuanto van de triunfadores. Esos personajes a que antes hacíamos referencia son personajes que no esconden su amargura ni tampoco su resentimiento. A veces son personajes que no han tenido la oportunidad de llegar y jamás acaban de asimilarlo. Todo han sido zancadillas, y claro, mal pueden disimilar su rencor. Yo he conocido a varios de estos personajes y es por eso que le hablo así. El picador, en cambio, es un tipo diferente, no ha mamado el veneno del triunfo.

 

 

Entonces ¿por qué le han interesado tanto los picadores?

El picador es un individuo especial...

 

 

Un poco la contrafigura del caballero, ¿no cree?

Sí, una especie de Sancho colado de rondón en el mundo del toreo. Precisamente tengo hecho unos bocetos de un picador-centauro que van por ahí, parten de esa idea.

 

Ha leído La Biblia, Manuel.

No, yo solamente he leído y esto últimamente el Nuevo testamento, porque al representar la parte agónica de la vida de Jesucristo necesitaba cierta información adicional, para ajustarme o desviarme con conocimiento de causa.

 

Una lectura profesional, vamos.

Exactamente.

 

 

¿Ha existido en su familia un espíritu religioso?

Sí, claro. Mi familia ha sido siempre muy religiosa. Un hermano mío, por ejemplo, estuvo en un seminario de los Maristas en Navarra. En realidad siguen siendo muy religiosos.

 

 

Supongo que conociendo su obra de contenido religioso habrá quien le crucifique directamente.

Claro, pero yo soy una persona que jamás discuto, pero mucho menos de religión o de política. Es absurdo. Ese tipo de discusiones nunca las acepto, pues terminan siendo siempre bizantinas. No conducen más que a sutilezas, a golpes en la mesa y a cosas muy desagradables. La discusión, tal cual yo la entiendo, sí me interesa. A veces uno recibe así mucha información sobre puntos de vista que uno no habría adoptado nunca.

Con respecto a la crucifixión a que hace referencia, yo no la noto. Es evidente que hay gente que opina diferente que yo, pero no suelo dar pie a este tipo de reacciones. Tenga en cuenta que yo paso de puntillas por todos lados.

 

 

Lo que no me negará es que los cuadros suyos que hacen referencia a la crucifixión de Jesucristo no le habrán granjeado algún que otro problema.

Mire. A mí me emociona esa historia. No soy capaz de ver la parafernalia teológica que la representación del Cristo agonizante conlleva. A mí lo que me interesa es la historia en sí, el personaje, su sufrimiento, su dolor, el espíritu mezquino de quienes lo arrastran hacia la muerte. Se puede ser religioso o no, pero ese concreto episodio, que se repite de continuo, incluso hoy día, me sobrecoge. Me da igual que sobre él se haya montado el tinglado que se ha montado. Cristo sigue muriendo, su historia, ya digo, sigue ocurriendo cada día y no tan lejos de nosotros. El drama de Cristo es el del hombre que se sabe libre y digno, que lucha hasta el final por una causa y que, en estricta consecuencia, es condenado. Posteriores lecturas han cambiado mi punto de vista.

En cuanto a mi visión de pintor, Cristo no deja de ser un personaje más del drama humano en el que te detienes para dar expresión a tus cosas. Trato de mirarlo desde el punto de vista del hombre que está fuera de los cauces religiosos, aunque sé que existe una cultura, una tradición que conlleva una serie de servidumbres a las que hay que estar muy atento. Para mí sería igual hacer ilustraciones del Quijote o La Divina Comedia, como hizo Doré, que también podrían estar presentes, aunque de una forma más escondida en mi obra.

 

 

Me interesa esa triple referencia que hace sobre Dante, el autor del Quijote y Doré, pero de alguna manera, Manuel, lo que ha hecho sobre Jesucristo ¿no podríamos considerarlo dentro del género y la mecánica de la ilustración?

Mis cuadros se conciben como ilustraciones. Un cuadro es la ilustración de una idea. Lo que ocurre es que cada ilustración está exenta, se basta en sí misma. Esa vocación que yo tenía de ilustrador la sigo manteniendo, lo que pasa es que ya no ilustro lo que otros han creado previamente, sino lo que a mí se me pasa por la cabeza. Es la única diferencia.

 

 

¿Cómo llega a sus propias composiciones?

Usted sabe que mientras se está bajo los influjos de la duermevela bullen muchas, cientos de imágenes por la cabeza. Cuando en ese estado me asalta alguna de estas imágenes imprevistas, me levanto inmediatamente, y aunque sólo tenga a mano un rotulador, hago un esquema que luego funcionará como esqueleto. Muchos de estos primeros apuntes los conservo. Si no lo hiciera así las imágenes desaparecerían del todo. Al no existir conexión explícita entre ambos estados de conciencia, las imágenes desaparecen.

 

 

¿Es así como surgen sus cuadros, Manuel?

No todos, pero muchas de mis cosas nacen justamente así.

 

 

¿Cambia un cuadro según se va haciendo? Dicho de otra manera, ¿tiene resuelta la idea, la concepción de un cuadro antes de ponerse con él o luego esa idea va generando o degenerando en otras?

En absoluto. En absoluto. El proceso es de dos tipos. Existen dos maneras de iniciar un cuadro. Una cuando se tiene la idea previa. Ahora, por ejemplo, estoy obsesionado con un cuadro que titulo La ignorancia. La ignorancia es un término abstracto, y representarlo gráficamente presenta sus muchas dificultades.

 

 

Hay pintores que van de lo concreto a lo abstracto, el caso casi paradigmático de Cezanne, que plasma lo abstracto de lo concreto, y a mí me da la impresión de que usted recorre el camino inverso, es decir que va de lo abstracto a lo concreto, muy especialmente en su período estadounidense.

 

Para mí el proceso es exactamente ese. Parto de una idea abstracta y trato de traducirla a imágenes concretas, como buen ilustrador. La idea está en la cabeza, y mientras las ideas están en la cabeza suelen ser perfectas. Lo que ocurre es que al concretarlas, al darles aspectos tangibles, al convertirlos en proporciones o proposiciones concretas, se corre el riesgo de desvirtuar la idea, de no encontrar el soporte o el mecanismo de la idea. En arte, no hay que olvidarlo, es necesario saber comunicar, dar cuerpo o expresión a lo que uno lleva dentro. Sin comunicación la idea no transciende, no germina. Es necesario estar en posesión de un lenguaje que no se agote en sí mismo.

 

 

Lo que aconsejaba el maestro de Cernuda al joven Cernuda a propósito de la poesía: "es necesario partir de una idea plástica".

Una idea plástica, una especie de señuelo que enganche lo abstracto a lo concreto, para tratar de establecer una comunión entre el artista y el observador. Yo, como ilustrador, trato de que esa persona vea lo abstracto en los monigotes que yo hago, lo cual es muy difícil, porque hay en juego un abanico amplísimo de posibilidades, y al final hay que decantarse por una representación.

 

En literatura lo tienen ustedes más fácil. Puedes escribir un folio y romperlo inmediatamente porque no acaba de ajustarse a lo que querías escribir, pero el pintor no puede hacer eso, o al menos no lo puede hacer con esa alegría, con esa arbitrariedad del poeta o del narrador. La pintura tiene unas limitaciones de tipo técnico que actúan como condicionantes. No le digo la acuarela, donde no sólo hay que estar concentrado sino permanecer en continuo estado de lucidez. Un escritor puede permitirse el lujo de hacer tantas versiones de un tema como le venga en gana, mientras el pintor aunque en el fondo lo pueda hacer, tiene muchas más dificultades. En pintura, por ejemplo, no puedes pintar un cuadro de 2 x 2 ocho veces y escoger la versión que mejor te parezca. Sería una labor ciclópea. Por tanto, la idea y la composición tienen que ser muy claras, pero, por supuesto, nunca será lo suficientemente clara. Yo reformo sobre la marcha muchas cosas. Cuando ya está insinuado algo en el cuadro puedo decir, no, esto no encaja, esto se va, no es correcto. A veces no sólo no encaja en la idea sino que no tiene sentido, no funciona en el espacio o en el contexto.

Usted sabe que yo soy un pintor realista, muy admirador de Velázquez, y por tanto quiero que las cosas tengan dimensión, perspectiva, volumen, expresividad. Conseguir todo eso de una idea abstracta es complicado.

 

 

El oficio es imprescindible a estos efectos.

El oficio ayuda a discernir, a tantear con alguna ventaja, evidentemente a la realización y el acabado de la obra, pero el oficio se acaba en el soporte. El arte empieza justo donde calla el oficio. Hay pintores con gran oficio, incluso formalmente muy buenos, pero que no dan el siguiente paso, el más difícil, por cierto.

 

-Es usted es un pintor cuidadoso, que se conduce en los cuadros con rigor. Las manos, y perdone que vuelva sobre el tema de las manos, que en usted son tan expresivas, son muy sintomáticas al respecto, pues no son manos lánguidas, sino que sobre ellas descansa una gran parte de los conflictos que plantea el lienzo.

 

-La expresión, es una de las palabras claves cuando se habla de mi obra. Expresión. Expresión realista. Un borracho no mueve las manos de igual forma que un colérico, ni éste como una bailarina. Por tanto, si uno quiere representar, qué sé yo, la danza, esas manos deben tener la elegancia y al mismo tiempo la fuerza de la persona que está danzando, esa fuerza oscura o esa languidez que la arrastra mientras baila. Eso es difícil, pero bueno, ese es mi oficio, captar en un instante y en toda su fuerza todo el caudal expresivo que se da cita en el espacio enmarcable, ya sea un simple retrato o un cuadro coral. El realismo es complicado y exige no sólo oficio sino sobre todo sensibilidad. Quienes dicen que en el realismo no hay riesgo simplemente no saben lo que están diciendo. Maleantes y sablistas los hay en todas partes, pero en el realismo son más evidentes. Desde luego no estoy seguro que toda la pintura no figurativa que se ha venido haciendo durante los últimos cuarenta o cincuenta años será capaz de soportar la prueba del algodón o del fraude. Es probable que nos encontráramos con más de una gloriosa sorpresa.

 

 

-Eso que usted denuncia ocurre en todas las artes y probable­mente en todos los tiempos, no sólo en éste. Bajo la mampara de la libertad expresiva se ha colado de rondón mucho vivillo que simplemente pasaba por allí y que, a la postre termina fastidiando y oscureciendo el trabajo de quienes sí que tienen algo que decir y quieren decirlo y en ello les va la vida.

-Por fortuna el tiempo pone las cosas en su sitio, pero, sí, el mundo del arte está lleno de gente que pasaba por allí, gente sin reparo y sin respeto. Es un riesgo como cualquier otro. También en el realismo hay mucho vivillo y mucho vividor que en su vida no se han planteado otra cosa que ganar dinero fácil a base de repetir hasta la saciedad las mismas cosas. Me temo, sin embargo, que eso ocurre en todo, con todo.

 

 

-En efecto. Pero nos habíamos quedado en los dos procesos que daban origen a su pintura. Me ha hablado del primero de ellos, consistente en la recogida de materiales inconscientes, en la duermevela. Pero dígame cuál es la otra forma de maquinar un cuadro.

-El segundo proceso empieza cuando se acepta un impacto. Hay veces que veo tiradas en el suelo un montón de revistas, revistas que pueden ser perfectamente banales, por completo antagónicas a lo que yo hago o me interesa, pero bueno, puedo vislumbrar en ellas algo que me llama poderosamente la atención. Puede ocurrirme con una reproducción vista del revés de Leonardo o una mancha de humedad en la pared, por ponerle dos ejemplos. Te dices, mira, ahí hay algo, esto podría ser una buena composición; con esa luz, con este enfoque podría resolver aquello a lo que andaba dándole vueltas. En estos casos existe un impacto y surge la idea, a veces con mucha claridad.

Me ha ocurrido, sin ir más lejos, con un cuadro de Millares, que ha inspirado de forma fortuita una de mis composiciones. Fíjese que Millares y yo somos pintores muy alejados, tanto en la concepción cuanto en la técnica. Pues bien, en uno de sus cuadros vi con rotunda claridad una cabeza, de la que evidentemente el pintor no era consciente. Había una luz que me interesó y de ahí, de esa visión a la vez fugaz y convulsiva, nació un cuadro.

 

 

-Parece inevitable, Manuel, que a su pintura se la emparente con la de Ressendi. ¿Qué opinión le merecen estas comparaciones?

 

 

Hay gente que piensa que mi pintura es un calco de la de Ressendi, pero en peor. Y yo creo, humildemente, que tal afirmación no es verdad. Existen muchos rasgos comunes, pero igualmente muchas diferencias. Hay que partir de la base de que yo tengo más carácter que Ressendi y eso se nota en mi pintura. Él era un personaje moldeable por todas las circunstancias de la vida y además muy hedonista. Él huía del dolor y de los proble­mas constantemente.­ Nuestra diferencia es básicamente de carácter. Podría admitir que él es mejor pintor que yo, pero mi pintura es más algo más angulosa y amarga que la suya. Aunque yo así lo quisiera, no podría parecerme a él. Podrá parecerse mi técnica, porque la he aprendido de él, pero no mi pintura, que va por otros caminos. Yo pretendo llegar a otros lados, decir otras cosas. Su pintura es amarga pero le falta su poquito de gracia.

 

 

-La cuestión es que usted no ha tomado siempre por los caminos más fáciles.

-Concedo que hay una gran parte de mi obra que es vulgar, sin demasiado interés. He tenido que hacer demasiadas concesiones a la galería, al público, al billete, que es, al fin y al cabo, lo que me ha mantenido vivo y en la pintura. Está claro que si no haces determinadas concesiones no pintas el cuadro que querías pintar. Es verdad que existe una cantidad de obra, sobre todo al principio, que tiene la impronta de la supervivencia, que huele descaradamente a habichuelas. ¿Qué le vamos a hacer?, he tenido que ganarme la vida exclusivamente como pintor y no lo he tenido nada fácil. Cuando empezaba vivía con continuas angustias económicas, y luego, cuando he ido remontando esa situación podía haber hecho una obra acomodaticia, pero he elegido vivir más sobriamente y hacer lo que yo pensaba tenía que hacer. Y eso no es siempre muy fácil. Lo que pasa es que mucha gente conoce exclusivamente esa obra menor que es la que le interesa, la que le gusta, la que comprende. Mi obra, por otra parte, es bastante secreta porque no he hecho demasiadas exposiciones y por tanto, salvo en círculos muy específicos, es bastante desconocida.

Mi otra pintura es mucho más íntima, la de una persona solitaria, introvertida e independiente, pero, claro, repito que si yo no me hubiera avenido a hacer esas concesiones, no hubiera podido pintar nunca esos otros cuadros, y eso la gente ni lo entiende ni lo perdona. El único crítico que ha visto algo de esto fue José María Massip, un hombre muy inteligente y sensible. Es muy fácil, ya digo, quedarse con cuatro tópicos y explotarlos una y otra vez. También yo he tenido que luchar un poco contra todo eso, aunque si le digo la verdad, acaso porque haya estado bastante apartado del mundillo artístico, la comprensión o la incomprensión de mi pintura nunca me ha quitado el sueño.

 

 

-Hábleme ahora de los niños, Manuel, pues es precisamente en sus niños, donde yo veía con más claridad la impronta de Murillo en su pintura. Es precisamente ahí, en esos cuadros colectivos donde abundan niños desarrapados, personajes demediados, mujeres desportilladas, donde más cerca está de la tradición sevillana.

-Es que antes de pintor fui copista en el Museo de Sevilla­ y eso deja su poso. Allí pinté y estudié desde cerca a Murillo, a Zurbarán o al Greco. No me interesaban ni Valdés Leal ni Roelas, ni los otros pintores sevillanos... Los niños han sido siempre personajes muy interesantes y a quienes he prestado mucha atención. Con ellos he tratado de ser algo más benévolo pero aún así a veces se me ha ido la mano.

 

 

-¿Valdés Leal no le interesaba? Fíjese, a mí me ha parecido ver en sus cuadros una técnica compositiva que me recuerda la del pintor de Las Postrimerías. Tanto en él como en usted existe una predisposición muy sevillana al correlato, es decir a esas escenas secundarias que jalonan el cuadro y que rebajan la tensión, haciendo que todo sea algo más habitable. Tengo entendido que Valdés Leal era un pintor que interesó e influyó en Baldomero Romero Ressendi.

-He leído eso en alguna parte, sí, y es posible que Romero Ressendi sea un discípulo directo de Valdés Leal, aunque ya sabe lo relativo que es esto de las influencias. Hay veces que te interesa un autor pero no te influye y otras que te influyen autores con los que has mantenido un contacto pasajero pero suficiente. Siempre consideré a Valdés Leal un pintor aparatoso. Valdés es, a mi juicio, un pintor aparatoso, con cierto mal gusto, que pintaba ángeles con polainas y diademas. Salvo cuatro o cinco obras como Las postrime­rías de la Caridad, no me ha llamado mucho la atención.

 

 

-A mí Las postrimerías me parecen magníficas.

-Y lo son. Las postrimerías son magníficas, pero nada más que eso. Valdés Leal es un pintor, a mi juicio, de escasísima obra salvable. Las postrimerías son cuadros en los que Valdés Leal no pudo desarrollar su dudoso gusto, aunque en el fondo vuelven a ser cuadros aparatosos. El argumento, áspero y de tanta trascendencia barroca de la fugacidad y la muerte dominó al pintor, no lo dejó respirar y, paradójicamente, fruto de ello es su mejor obra, la más intemporal.

 

 

-Bueno, Manuel, siga hablándome de su relación con la pintura sevillana del barroco, a la que se le vincula tanto, al menos en el lenguaje.

-Murillo es el primer artista al que me enfrento. Me interesaba mucho más que Zurbarán, aunque en realidad mi referente es Velázquez. El mundo velazqueño me parecía y me sigue pareciendo un mundo mágico. Con Velázquez nunca me he planteado si era o no un buen pintor. Lo suyo se escapa de la pintura, es magia. Las meninas es, en mi opinión, el mejor cuadro de la historia. Sobre un lienzo plano consigue dar una sensación de profundidad, de dimensión aérea que no he visto en ningún otro pintor. ¿Cómo se puede conseguir eso? La distancia en pintura se ha representado tradicionalmente empequeñeciendo la lejanía, pero Velázquez logra, a través de veladuras y grises, dar por primera vez en la pintura sensación de espacio. Yo he ido a El Prado con gemelos para ver expresamente los cuadros de Velázquez.

Después estaba Murillo, que de todos aquellos pintores era el que más se parecía a Velázquez, una especie de epígono. No consigue esa atmósfera y esa profundidad, pero tiene una pincelada suelta, amplia, una forma de envolver que daba de por sí una sensación de lejanía. Es un pintor muy complejo, muy metido en la pintura y de una técnica endiablada. La prueba es que Murillo es uno de los pintores más difíciles de copiar. En mis tiempos del Museo me especialicé en Murillo, de ahí, supongo, su influencia clara en mi pintura.

 

 

-Pero el Murillo más canalla, el más transgresor, no exactamente el pintor de inmaculadas.

-Mire, me dieron tal dosis de teología o lo que fuera en los Maristas, que realmente dejó de interesarme la religión. Ya no hubo manera de que entrara por ahí. Eso unido a que siempre he sido un hombre rebelde e independiente, hace que el Murillo de los encargos religiosos me interese menos, aunque queda su paleta, su manera de ver un cuadro, esas cosas que no tengo más remedio que apreciar, aunque sólo sea como pintor y curioso. A mí todo aquello de los cuadros religiosos en cuanto a tema me interesaba más bien poco, pero Murillo es un pintor fantástico, lo que pasa es que a Murillo se lo conoce a través de reproducciones y tarjetas postales. A Murillo hay que verlo en su extensión y en su profundidad. Con Murillo hay que olvidarse del tema, eso no tiene que ver con la pintura. Murillo fue un hombre que tuvo que ganarse la vida y entonces para un pintor no había más salidas ni más clientes que la iglesia o la nobleza, a quienes de alguna manera tenía que alquilar su pincel. Pero en Murillo hay que fijarse en la resolución de una mano, en la composición de una cara, olvidando que esa mano o esa cara pertenecen a San Antonio o a Santa Ana. Lo que ocurre con Murillo es que no tuvo la suerte de Velázquez.

 

 

-Le perjudica el hecho de ser tan contemporáneo suyo.

-No. A él eso no le afectó pictóricamente mucho, pero a la crítica posterior sí. Murillo es un artista al que siempre hay que descubrir.

 

 

-Es cierto, pero yo me refiero a la implicación que la vecindad temporal con Velázquez tiene con respecto a la valoración, a la crítica posterior de Murillo, que siempre aparece como un contemporáneo menor de Velázquez.

-Partamos de un hecho: Murillo no tiene la genialidad de Velázquez, que quizás sea el mejor pintor de todos los tiempos. Murillo es uno de los mejores pintores de la historia, pero es que Velázquez es, como alguien ha dicho, la pintura. La pintura.­ La línea de Velázquez es siempre ascendente: podía llevarse meses sin pintar, pero cuando volvía era como si nunca hubiera dejado el cuadro. Ya digo, la Pintura.

 

 

-De lo que no me cabe la menor duda es que para los pintores, al menos para los muchos pintores con los que he tenido la ocasión de conversar, Velázquez es el referente más repetido. El pintor de los pintores. Pero, dígame, Manuel, qué otros pintores sevillanos o no influyen en su pintura.

-El Greco, Ribera... a quienes he admirado mucho. El Greco por su lenguaje, por esa manera inédita de ver el mundo y el hombre, y cómo no, por su fuerza contenida. Ribera me emociona por su pasta y por su textura más que por su tenebrismo. Había un pintor del diecinueve que me fascinaba aunque nunca lo llegué a copiar en aquellos años porque su pintura era francamente invendible. Se trataba de Villegas. De Villegas hay cosas que no me dicen nada, como esos famosos diez cuadros que tratan de la vida y de la muerte, que tituló El decálogo, aunque reconozco en ellos una audacia tremenda. Por el contrario existe un cuadro suyo en el Museo de Sevilla en el que retrata a un escultor contemporáneo que es una obra maestra. Está hecho sobre una imprimación rojiza con una soltura, un empaste y una maestría inigualable. Más tarde vi en una exposi­ción una obra suya de trece metros titulada La muerte del torero que era magnífica en cuanto a composición, perspectiva, mano, pasta y pincelada. Una cosa fuera de serie.

Esquivel me molesta terriblemente, con esa cursilería y ese apastela­miento, en cambio Madrazo me parece un pintor excelente, de vuelo.

 

 

-¿Qué relación ha mantenido con la imaginería sevillana?

-Prácticamente ninguna. Ha existido en mí un rechazo bastante fuerte a la tradición religiosa, traducida a cofradías, fiestas, romerías y todo eso. Nunca he sentido, por tanto, gran emoción ante la imaginería. Considero que el modelo se ha repetido con tan pocos argumentos artísticos que ha perdido su propia razón de ser. Hablo, naturalmente, en cuanto a la perspectiva artística.

 

 

-Deduzco por sus palabras que ha habido una relación distante con respecto a los imagineros.

-Bueno, no sólo con los imagineros, sino también con los compañeros pintores, salvo Ressendi y Hohenleiter. A Hohenleiter lo he visto pintar muchas veces cuando empezaba. Como era muy callado y discreto Hohenleiter me dejaba entrar en el estudio. Yo, naturalmente aplaudía todo lo suyo y eso, claro, lo enaltecía. Luego mi pintura se separó de él y su lección fue bastante puntual. A Ressendi no lo vi pintar nunca y eso que tenía mucha más intimidad con él que con Hohenleiter, pero nunca lo vi pintar. Cuando llegaba él soltaba los pinceles y nos íbamos a tomar una copa o matar una gallina, que a él le gustaba mucho eso de matar gallinas con perdigones. En una ocasión me usó de modelo pero, claro, no lo vi pintar. Era, sí, un hombre muy eficaz, capaz de resolver un cuadro en un momento.

 

 

-Ha sido, pues, un hombre disciplinado en cuanto a la pintura.

-Depende del sentido que le demos a la expresión. Siempre he estado dispuesto a trabajar el tiempo que fuera necesario, bajo las condiciones más penosas si era el caso, para conseguir esa maestría que necesitaba para decir determinadas cosas. Sin la maestría uno no puede resolver todo lo que se quiere expresar. Procedía por agotamiento. Pintaba una misma figura tantas veces como fuera necesario. He hecho millones de bocetos sobre la figura humana, tantos que hoy casi puedo pintar de memoria. En fin, no he tenido otro método que el de la fatiga y en cierto sentido el de la disciplina.­

 

 

-Eso queda perfectamente reflejado en su pintura, que no ahorra escorzos, perspectivas con cierto grado de dificultad, movimientos complejos... 

-Me alegra que lo vea así. Todo eso se lo debo al trabajo, a la cantidad de veces que he hecho una figura hasta que el resultado ha estado a la altura que yo me había marcado.

 

 

-Sin embargo ha rehuido voluntariamente de cualquier vida o significación pública.

-No hay nada de heroico en ello. Fíjese hasta qué punto no me importa nada la dimensión pública, que no suelo asistir ni siquiera a las inauguraciones de mis propias exposiciones que, por cierto, han sido bien pocas. A mí estas cosas, tan importantes para muchos, me parecen francamente patéticas y suelo no aparecer. Tampoco me gusta discutir ni hacerme el interesante. Mi único argumento, si es que tengo alguno, es la pintura. Cosa del carácter, supongo yo.

 

 

-¿Qué papel ha jugado la crítica en su desarrollo pictórico? ¿Le ha ayudado a ver más claro el camino, ¿Le ha complicado la vida?

-La crítica ni me ha complicado la vida ni me ha iluminado. Como he sido especialmente consciente de mis limitaciones y, por qué no decirlo, de mis logros, la crítica no ha arrojado más luz o más escoria que aquella de la que yo era consciente.

 

 

-¿Y la crítica americana, cómo le ha tratado?

-En general bien, pero tampoco he sido alguien que ha estado detrás de los críticos. He sido un humilde pintor y un pésimo relaciones públicas. Mi vida social en Washington o en New York era igual que la de Sevilla, es decir, ninguna.

 

 

-Al fin y al cabo no ha dejado de ser aquel niño que se pasaba las horas metido entre las paredes de su casa, de espaldas al mundo.

-Así es. Mi vida ha sido siempre una vida de interiores. Me ha gustado ver el mundo tras de los muros. Ya se lo decía, debe ser cosa del carácter. De hecho, en cuanto he tenido oportunidad me he venido a vivir a una aldea de 150 habitantes... y hasta creo a veces que somos demasiados.

 

 

-¿Explicaría eso el que su pintura se haya desarrollado tan distante de las modas?

-Mi obra se desarrolla un poco a contracorriente de las modas y siempre he sido consciente de eso, pero no me ha llegado a preocupar porque he hecho la pintura que quería hacer, con todos sus defectos si quiere. No sé hasta qué punto he reflejado los problemas o el lenguaje del hombre actual, pero, bueno, he seguido los dos imperativos que más me han motivado a lo largo de la vida: el ser pintor y el ser honrado. En ambos sentidos tengo muy poco que reprocharme, otra cosa será la valoración que obtenga como pintor, que eso me preocupa sólo lo justo.

 

 

-En cualquier caso, Manuel su pintura sí que refleja los problemas y los conflictos del hombre actual, aunque su sintaxis no sea compatible con la de los pintores estrictamente contemporáneos, pero eso es otra cosa. Este hecho, supongo, le habrá creado problemas insolubles porque, claro, la pintura moderna no va por donde usted va.

-Hubo un crítico americano que lo expresó diciendo que yo era un pintor moderno en cuanto a los problemas que reflejaba, pero con una concepción formal del siglo XVII, lo que a efectos prácticos es un desastre para mí, porque me borra de un plumazo. Pero, repito, yo he sido consciente de eso, mi lenguaje no es el de Pollock o el de Warhol, entre otras causas porque a mí sus formulaciones no me han interesado para nada.

 

 

-Lo que sí es cierto es que su pintura se ha visto forzada a transitar por caminos insólitos: por un lado no ha buscado el menor diálogo con las sacralizadas vanguardias y por otro se ha alejado de ese realismo banal, decorativo e intrascendente que ha subsistido gracias a una burguesía que tampoco acababa de asimilar el arte conceptual o abstracto y busca lo inmediato, pero lo inmediato despojado de cualquier aridez.

-Yo quise ser pintor y en consecuencia elegí un camino de los muchos que la pintura me ofrecía. Hubiera vivido y creado más confortablemente de haber escogido cualquiera de los dos caminos que tú mencionas, pero no ha sido el caso, y no me he sentido por ello menos justificado en cuanto pintor. He indagado en una dirección y he construido una obra con un lenguaje que, viniendo de una tradición muy concreta, me es propio. Una vida da para muy poco y nunca he tratado de parecer lo que no era. ¿Quiere creer que jamás he estado al día en relación con la pintura que se estaba haciendo? La historia del arte, créame, me ha interesado muy poco, lo que sí me ha interesado es el artista y sobre todo el cuadro. Me ha desvivido saber cómo un determinado artista ha resuelto un determinado problema, cómo ha ordenado un espacio y cómo ha metido en el cuadro, no ya su propio lenguaje, sino también su propio mundo síquico. La pintura me interesa en sus cuadros concretos, como la música en sus piezas o la literatura en sus novelas o poemas precisos. Es justo advertir que he trabajado como un galeoto durante muchísimo tiempo.

 

 

-¿Cuándo adquiere consciencia de su lenguaje, de su implicación y de su obra?

-Siempre he sido consciente de eso, lo que ocurre es que para poder hacer lo que quieres hacer es preciso transigir primero. Me ha tocado vivir una época complicada y he tenido que vender mi pintura para poder comer, pero yo siempre supe hacia qué lugar me dirigía. Será después de las exposiciones americanas cuando me puedo permitir el lujo de pintar para mí, de profundizar en un determinado léxico artísti­co.

 

 

-Lo que sí se advierte en su pintura es una crítica veces durísima y casi siempre desesperanzada hacia la sociedad.

-Evidentemente en mi pintura prepondera una actitud crítica, pero no la he circunstanciado en mi época, ni en ninguna época concreta. La prueba es la serie de Los pecados capitales.

 

 

-De hecho existen en ella muy pocas concesiones temporales.

-Muy pocas. Casi ninguna, diría yo. He trabajado fundamental­mente con ideas y no he tenido demasiado interés por desenmasca­rar una determinada época. Para mí todas son iguales. La materia prima, el hombre, permanece inalterado, cambiando, eso sí, sus vestimentas, sus formas de comunicación, sus jergas y todo eso que a mí me ha interesado menos.

 

 

-¿Cómo se veía España desde el extranjero por aquellas fechas? ¿Tuvo algún contrapié con la censura?

-Mire, en Norteamérica me preguntaban mucho sobre la España de Franco, pero, claro, yo tenía que andarme con pies de plomo. Ellos tenían una idea mucho más monstruosa de la realidad española de lo que en realidad era, siendo ya bastante difícil la situación, pero, ya le digo, yo siempre he vivido una especie de exilio interior y no es que haya estado muy al tanto de los acontecimientos, aunque jamás he ejercido de ciego, como podrá comprobar. La censura no me perjudicó en exceso, en parte porque no expuse y en parte porque todos nos andábamos con pies de plomo para no caer en sus garras, pero la policía si me llegó a abrir la correspondencia. Ya digo, tiempos complicados.

 

 

-¿Tuvo problemas con la policía política entonces?­

-Sí, cuando fui a sacar el pasaporte para marchar a Estados Unidos se me presentó la policía secreta en casa. Me preguntaron los motivos por los que solicitaba sacar el pasaporte y después de algunos problemas mínimos me lo dieron. Después, claro, el lío de la correspondencia, pero nada serio, nada que merezca ser contado.

 

 

-Exponer en Sevilla era en aquellos tiempos a que nos referimos bastante difícil, ¿qué interés tenía para usted?

-A partir del asunto aquel de las falsificaciones me dediqué por completo al retrato. Durante un tiempo casi todo lo que hice fueron retratos. Eso me absorbía tanto que ni siquiera podía pensar en exposiciones. Naturalmente, era muy pudoroso a la hora de exponer mi obra en Sevilla. Es más, mantenía en una absoluta discreción todo lo que hacía. Un pudor, por cierto, que continúa hoy. Puede creer que cada día me exijo más y veo con mayor nitidez todas mis faltas, de forma que el pudor es casi obligado. Cuando he expuesto ha sido por pura necesidad económica, así de simple. Si yo hubiera sido un hombre rico no hubiera expuesto jamás.

 

 

-¿Tan inseguro se ha sentido frente a su obra?

-Sí, sí, sí, y lo sigo estando. Muy inseguro porque yo veo más de lo que hago. Planteo mucho más de lo que puedo resolver. Cuando empiezo un cuadro no me conformo con menos que un Velázquez, luego, cuando empiezo a mancharlo me digo que a ver si me sale al menos un Sorolla, pero al final no sale más que un Monedero. Fíjese el drama.

 

 

-Es que no es concebible la obra perfecta. Bueno, es ya difícil concebir la obra perfecta, pero ejecutarla, eso ya es otro tema.

-Para el autor no hay obra perfecta. Es que no puede haberla, salvo ruina síquica o cosas aún peores.

 

 

-¿Qué pensaría Velázquez de sus Meninas?. Seguramente si tuviera oportunidad las retocaría.

-De hecho se ha descubierto recientemente que las retocó en muchas ocasiones. Pero, vamos, si por mí hubiera sido no habría expuesto jamás. Por contra hay una serie de artistas que no poseen el más mínimo sentido del pudor.

 

 

-¿Tiene o ha tenido algún discípulo, Manuel?

 

-No, nunca he tenido discípulos. No he querido a nadie en mi estudio. Ya digo, soy muy pudoroso y prefiero trabajar con tranquilidad, concentrado.

La verdad es que en mi pintura existe un problema técnico. Yo utilizo una técnica muy personal. Le doy un ejemplo: no conozco a nadie que pinte con el pincel vuelto, empujando hacia arriba. Esa forma de utilizar el pincel resuelve cosas que de otra forma saldrían milimétricas, pesadas, duras y ese toque le da gracia a la composición.

Existe otro ejemplo: normalmente los pintores mezclan los colores para conseguir matices o nuevos colores. Mi forma de mezclar los colores es otra: tomo el pincel y le pongo colores diferentes, pero sin mezclar, de forma, que unas cerdas toman el rojo, otras el verde y otras el azul, para luego aplicar la pincelada, suelta y con nervio. Los colores, de esta manera, se mezclan en el lienzo, no en la paleta. Es muy difícil, por tanto, falsificar un cuadro mío.

 

 

-¿Piensa alguna vez en el observador o en el comprador de los cuadros mientras los pinta?

-Esa es una pregunta que me hicieron cierta vez en la Galería Cano, de Madrid. No pienso en nadie, estoy pensando exclusivamente en el cuadro. El espectador viene después. He tenido que comer de la pintura y a la vez estudiar para ser pintor. Entonces me he visto, sobre todo en mi primera época, haciendo una obra costumbrista y en general de muy poco interés, pero en cuanto he tenido la oportunidad de embarrancarme en mis propias cosas no he vuelto a pensar en el comprador o en el espectador. No negaré que es bueno tener uno y otro, pero yo no me lo planteo. Hay cuadros que sé que no se van a vender y no por eso los abandono.

 

 

-He leído en un crítico suyo una catalogación que a mí, al menos, me resulta peculiar y no muy afortunada, la de pintor costumbrista.

-La primera época es de una imitación casi convulsiva de Hohenleiter, con escenas románticas y todo eso. A mí no me satisfacía aquello pero no tenía otro remedio. Era una pintura de subsistencia, nada más. Y nada menos, ¡cuidado!. Si el crítico al que usted alude se refiere a esa época primeriza y de supervivencia, no hay más remedio que concederle la razón. Claro que después mi obra ha caminado por otros derroteros. El problema de fondo es que mi pintura se conoce mal porque no he ido mostrándola por ahí, ni frecuentando salones o beneficencias.

 

 

-Lo que sí advierto es que hay como mucho más desgarro en su última obra.

-Precisamente. La primera obra mía no hay que tomarla en consideración. Era una especie de sueldo fijo. Mi obra empieza a partir de que mi estado económico mejora y gozo de un cierto desahogo. Esa es ya mi obra, esa y la siguiente, en la que pinto para mí exclusivamente. Esa es pintura pura. Es más, de rechazo, porque en ella ni siquiera trato de ser amable, en ella me doy tal como soy, sin concesiones. Me ocurre con los niños: sé que pintando niños tengo la mesa abastecida y los pies calientes, pero ya he pintado bastantes niños...

 

 

-En sus cuadros de niños advierto a veces más miseria que en otros pretendidamente más centrados en la miseria.

-Yo soy en el fondo una persona amable, independiente pero amable. Normalmente adopto una postura amable, bromeo, gasto bromas, pero en el fondo siempre he guardado la distancia, con el temor constante a perder los nervios. Pero no me gusta mentir y mucho menos en pintura. He trabajado mucho para poder permitirme el lujo de no mentir, de no aliviar mi trabajo con mentiras o genuflexiones. Mi pintura puede gustar o no gustar, pero no hace concesiones. He tenido que hacerlas porque necesitaba comer pero, por fortuna, ahora puedo hacer lo que quiera. Podría incluso vivir mucho más holgadamente pero prefiero ser fiel a mis cosas.

 

 

-Se advierte una parte irónica en sus cuadros. Una ironía que a mí me parece uno de los rasgos que dan modernidad a su obra.

-Me gusta pellizcar y cortar con el bisturí. En el trato puedo parecer un franciscano, pero bueno, la procesión va por dentro. Tampoco se trata de ir por ahí como un ogro, digo yo. Guardo para mi intimidad, que es la pintura, la parte más terrible, pero, claro, también hay ironía e incluso ternura en mi vida y en mi obra. El lenguaje de la ironía me interesa, porque a veces puede llegar a ser incluso más incisivo y más salvaje. Puedes llegar si cabe más lejos. Ultimamente solo pienso, constantemente, obsesivamente en la muerte, y no es que la tema, lo que quiero es morir con dignidad, como he tratado de vivir.

 

 

-Tras su última exposición en USA en el año 69, en Houston, apenas si ha expuesto en cinco ocasiones, cuatro de ellas en Madrid y la última en Sevilla. ¿A qué se debe esa tal parquedad expositiva?

-Durante la década del 60 tuve que pintar muchísimo. Los marchantes americanos exigían un esfuerzo terrible, así que cuando tras la exposición que mencionas logro liberarme, empiezo a sosegar mi ritmo, a madurar mucho más los cuadros y, por supuesto, a disfrutar mucho más con la pintura. El galerista es fundamentalmente un negociante que tiene unas prioridades que no tienen por qué corresponderse con las del autor y no es fácil establecer una relación franca y duradera entre ambos. Los intereses del galerista y los del pintor son desgraciadamente muy encontrados. Es por eso por lo que he expuesto poco. Entiendo que mis cuadros no son cómodos y desde luego no son para el gran público. Mi pintura es una pintura ácida que se vende con dificultad. No soy un pintor decorativo, qué le vamos a hacer, de forma que tampoco tengo mucho interés en exponer mi obra. Por fortuna tengo una clientela más o menos regular que reconoce el valor de la obra y así voy tirando.

 

 

-En realidad veo que ha vivido bastante desplazado siempre.

-Es cierto. He tomado por caminos inhóspitos y he mantenido cierta tendencia a separarme del resto. No me he hallado cómodo con la compañía ajena, qué le vamos a hacer.

 

 

-Hábleme de la última de sus exposiciones, la celebrada en el Salón Villasís de Sevilla

-Esa exposición tuvo un carácter antológico y yo creo que agradó y sorprendió a un público que no había tenido nunca la oportunidad de ver mi obra junta. La acogida fue buena y creo que se hizo en buen momento, por lo cual yo me siento muy orgulloso de ella.

 

 

-Y acabemos con una pregunta que es absolutamente obligada. ¿Por qué se vino a vivir a Carbonera, esta aldeíta preciosa de la Sierra?

-Carbonera es un lugar muy tranquilo y de gente muy cariñosa de forma que es aquí donde paso todo el año. Conocí La Sierra a través de Paco García Gómez y empecé a frecuentarla hasta que compré la casa de Carboneras, que con el tiempo se ha convertido en mi residencia habitual. Aquí tengo mi estudio y mi vida. Para alguien que, como yo, siempre ha buscado una reclusión casi monacal, Carbonera era el lugar idóneo para vivir y crear. Aquí llevo muchos, muchos años.

​

Manuel Moya
Carbonera, octubre de 1996, Fuenteheridos, abril de 1998

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